Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

viernes, 29 de mayo de 2009

LOS VENCEJOS HAN REGRESADO..., PERO NO MI INFANCIA.











Sus trinos excitados me hacen mirar hacia arriba..., y sonrío, los veo batiendo nerviosamente sus afiladas y estrechas alas, enfilando la calle entre las fachadas de las viviendas, remontando, girando a izquierdas y desapareciendo por encima de las azoteas, entre las antenas de televisión, sobrevolando los patios de luces y las caras ocultas de esos mismos edificios, esas que dan a las terrazas traseras, a los solares por construir, a las galerías de otro bloque o a las uralitas que cubrían lo corrales de la vaquería..., hace casi 35 años, yo tenia unos trece y a veces jugaba en el comedor del piso alquilado en el que vivíamos, aquí en las misma calle Pintor Goya de Valencia, pero en el numero 30.

Me gustaba apartar las cortinas del doble ventanal del salón y mirar hacia la vaquería o hacia la fábrica de curtidos que levantaba sus muros y la alta chimenea, solitaria y de ladrillo de cara vista, frente a la explotación de ganado. Pero ahí no acaban las vistas y podía seguir mirando, hasta descubrir las copas de las melias y acacias que asomaban desde un enorme solar, repleto de cascotes y de escombros. Por allí también corría una acequia, por un lecho profundo y de paredes de ladrillo. Las aguas turbias desaparecían en una pared y seguían su curso..., entonces no lo sabia, pero se perdía en la ciudad de manera subterránea y pasaba por debajo de esa finca, por debajo del número 30 de la calle Goya.

Pero a veces me asomaba a ese ventanal y no veía las uralitas repletas de moho y líquenes de la vaquería, no veía los muros ni la alta chimenea de la fábrica de curtidos, tampoco las copas de las melias ni de las acacias..., veía la inmensidad de un mar o una superficie helada, una enorme placa de hielo que se resquebrajaba ruidosamente contra la proa del poderoso rompehielos propulsado por energía atómica, o veía la cubierta del petrolero alargarse y estrecharse en perspectiva..., patroneaba aquellos navíos desde el puente de mando que imaginaba en el comedor del piso...., imágenes que recreaba en mi mente después de verlas en los cromos que coleccionaba, en ellos veía esos barcos formidables que después pegaba con pegamento Imedio en el álbum comprado en la “paraeta”, como se les llama en Valencia a los kioscos. Recuerdo aquellas páginas ligeras y de papel reciclado que a medida que iba completando con los cromos, pesaban más y crujían cada vez que las pasaba, al tiempo emanaban los vapores del adhesivo durante algunos días. Al final del álbum, el editor te ofrecía la oportunidad de pedir los últimos 10 o 15 cromos que te faltaban, por correo. Rellenabas las casillas con los números que no habías logrado conseguir, ni siquiera en los corrillos de colegio y lo enviabas. Recuerdo que en una ocasión recibí aquellos cromos en un sobre a mi nombre, aquello me llenó de gozo y disfruté del único álbum que fui capaz de completar.

Me gustaban las colecciones del mundo animal, de aquellas pequeñas laminas dibujadas a todo color aprendía mucho y recreaba un mundo interior, poco a poco tejía una especie de cultura basada en esos álbumes..., me resultaban mas estimulantes que el colegio. Después llegaron las enciclopedias que compraba mi padre, unos años después mis padres se quedaron con una pequeña parcela en los llanos que rodean a la Sierra Calderona, en el llamado Pla de Colom. Allí, en aquellos pinares, bajo aquellas piedras, entre las matas de tomillos, de romeros, de estepas, de espinos, de coscojas, de jaras..., descubrí en vivo aquello que había aprendido en los cromos y con las enciclopedias. Pude ver a los temidos escorpiones, a las impresionantes escolopendras, a los extraños eslizones ibéricos, a los voraces alcaudones de voz ronca y a los abejarrucos multicolores, a los lagartos ocelados, llamados aquí “fardatxos”..., pero a los vencejos los veía desde el ventanal del comedor, no hizo falta que mis padres comprasen aquel terrenito, yo entonces no lo sabia, pero ellos volaban desde Sudáfrica, entre mayo y junio y atravesaban la península, desde el sur de África hasta la vaquería de la calle Torres de Valencia.

Mientras yo dormía, ellos lo hacían a casi 2000 metros de altitud, flotaban, sin apenas batir las alas, en silencio, suspendidos en la atmósfera, en un vuelo casi perpetuo, permanente, misterioso y alejado de homo hasta que descendían alborotando, buscando a la pareja de siempre, al nido que construyeron el año pasado y al que regresaba primavera tras primavera.

Sus chillidos me hacían asomarme al ventanal, les seguía con la mirada y los veía volar sobre las uralitas, fintar, hacer quiebros y piruetas al pasar entre la alta chimenea y el lateral de otro edificio, atravesar el mar de antenas de televisión que llenaban de postes y tirantes las azoteas o batir sus alas en forma de pequeñas guadañas hacia el ventanal, acelerar como balas, lanzar sus trinos y girar a menos de un metro de aquel niño que miraba tras los cristales o asomado, apoyando su cabeza en las palmas de sus manos. Entonces retrocedía asustado y durante unas décimas de segunda podía ver esos cuerpecillos de plumaje apretado, estilizados y negros, sin colores ni adornos..., y era capaz de reconocerlos, no eran golondrinas, eran vencejos, los había visto en el álbum de cromos y sabía que podían llegar a volar a más de 190 kilómetros por hora.

Cuando esperaba a entrar en el colegio, también los veía, señalaba sus vuelos y comentaba a sus amigos que eran vencejos y que podían volar a casi 200 por hora, pero aquellos niños no terminaban de creérselo y decían que no eran vencejos, que eran golondrinas, que esos pájaros eran golondrinas.

Y a él le extrañaba porque la mayoría de esos amigos también se coleccionaban los mismos cromos..., entonces ¿no leían nada de lo que ponía por la parte de atrás...?.

Entonces levantaba la barbilla hacia arriba y volvía a seguirlos con la mirada hasta que abrían las puertas del colegio..., pero unos ojillos negros continuaban observando esos vuelos acrobáticos y nerviosos, precisos y ágiles. El polluelo asomaba la cabecita y los veía, no perdía de vista a su madre y daba unos cortos y torpes pasitos hacia la entrada del nido..., construido con restos con briznas de hierba, con pedacitos de papel, con hilillos, con trocitos de plástico..., que sus padres habían cogido al vuelo, atravesando las corrientes de aire ascendentes que hacían volar aquellos objetos ligeros y que después habían pegado a la pared, o bajo la cornisa del edificio con su propia saliva.

La madre llegaba y con sus diminutas patas, pegadas al cuerpo, con una tibia cortísima y rematada en una pequeña garra, adaptada a los vuelos casi perpetuos, pero dotadas de una elevada capacidad prensil y capaz de asirse con fuerza al borde del nido..., regurgitaba la comida, el pollo la tragaba y su madre volvía a dejar el nido.

El volvió a seguirla con la mirada, atento, sin perder detalle de ese batir de alas, observando como abrían la cola cada vez que daban un giro cerrado ante la pared de algunos de aquellos edificios...

... perdiendo velocidad y acelerando después hacia un cielo luminoso y azul. A veces la perdía de vista y otra de esas siluetas estilizadas pasaba ante su nido lanzando trinos, envuelto en el aleteo de otra bandada que alborotaba en esa calle que amanecía..., los miraba ladeando su cabecita, asomándose y recreando en su cerebro aquellos movimientos, sus neuronas se excitaban y enviaban señales electroquímicas de una dendrita a otra, de una célula nerviosa a otra..., aprendía a volar sin batir ni una sola vez esas alas prodigiosas, simulaba en su mente esas trazadas, las persecuciones, los juegos que no dejaba de ver desde el refugio. Sus pequeños y resistentes músculos se llenaban de sangre, de nutrientes que los iban fortaleciendo pero sin moverlos ni una sola vez. Lo veía todo con las alas pegadas al cuerpo..., las primeras luces del día o el nublado, o las gotas de agua, como trazos grises que caían ante sus ojillos escrutadores y que se precipitaban contra los tejados, contra las uralitas, contra las fachadas..., aún pudo ver la pasada rápida y veloz de su madre, lanzó unos de esos agudos chillidos y vió como se elevaba entre los edificios, mas allá de las púas y postes que llenaban las azoteas, la vió convertirse en un puntito negro, oscuro, cada vez mas pequeño hasta que desapareció de su vista..., todos habían desparecido, el bando se alejaba de la lluvia, de las bajas presiones que habían subido corriendo la costa desde el estrecho de Gibraltar hasta el levante valenciano, la masa de aire frío girando a izquierdas había cubierto el cielo eliminando todos los insectos, el plancton aéreo del que se alimentaba el bando..., en el cielo solo habían nubes grises, cúmulos, lluvia y viento..., pero ni un vencejo, tampoco sus padres.

Una gota de agua penetró en la hoquedad abierta en la fachada de ladrillo cara vista y le alcanzo en el pequeño pico, agitó la cabeza y retrocedió hasta el fondo, bajó sus parpados, se acurrucó y las señales nerviosas que llegaban desde su cerebro hasta los nódulos que pulsaban esas descargas sobre los músculos del corazón..., comenzaron a retrasarse, a enlentecerse, a ralentizarse, a distanciarse entre si hasta que las fibras cardiacas comenzaron a contraerse y estirarse cada vez mas despacio, desde las 90 pulsaciones hasta las 70, bajando a 50, a 40..., descendiendo, sumiendo al joven vencejo en un sueño a 20 pulsaciones por minutos, al tiempo que su cuerpo descendía desde los 36 grados a los 22, la sangre se concentraba en las vísceras, en los órganos vitales..., y el ave esperó, dormida, ajeno a la lluvia, al hambre, a los focos de los automóviles que iluminaban la lluvia durante la noche, ajenos a las vibraciones que llegaban a través de esos ladrillos con los que homo construía sus hogares.

El bando volaba atravesando la borrasca, las alas en guadaña cortaban el aire y los propulsaban sin que las gotas de agua empaparan su plumaje negro, resbalaban sobre él y los vencejos se alejaban de las bajas presiones, buscaban el borde de esas isobaras imaginarias, buscaban las nubes de diminutos insectos que la borrasca había desplazado..., a 20 kilómetros, a 30, a 70, a 80 y hasta los 100, después, vieron el amanecer, las ultimas líneas de nubes, las ultimas cortinas de agua.

Los rayos del sol iluminaron el plumaje, lanzaron sus trinos y abrieron sus cortos picos, pero anchos de comisuras y cubiertas de unos finos pelitos en los que los insectos comenzaron a quedar atrapados a decenas. Atravesaban las nubes, giraban a derechas, a izquierdas, caían en picado o remontaban atravesando, surcando unos cielos que resplandecían luminosos tras las lluvias de los últimos cuatro días..., fueron virando de nuevo hacia las nubes, pero ascendiendo cuando llegó el ocaso, subiendo hasta los 2000 metros de altitud, de nuevo vieron ese horizonte incendiado, sus plumas reflejaron esos rayos anaranjados y lentamente fueron dejando de batir sus alas, de 10 movimientos por segundo hasta los 7. Se fundieron en la noche silenciosamente, volando, flotando, suspendidos en el aire..., hasta que la franja de fuego volvió a emerger desde un horizonte curvo, espectacular y hermoso, el de un planeta que resplandecía en el oscuro cosmos.

Azul y marrón, entre mares, océanos y continentes, entre manchas blancas con forma de espiral que dejaban la tierra y se adentraban en el mediterráneo, despejando los cielos y viéndolos llegar, descendiendo desde las alturas hacia los bosques de hormigón que se alzaban, entre calles, avenidas y antenas de televisión. Llegaron alborotando, lanzando sus trinos, sus chillidos..., el polluelo alzó sus parpados y poco a poco su corazón comenzó a aumentar de latidos, la sangre fue aumentando de presión, de temperatura, irrigando todas arterias, sus capilares y las mismas pupilas que la vieron irrumpir en la entrada de la hoquedad, abrió su pico, convulsionó su garganta y el joven vencejo tragó hambriento. La madre se dio media vuelta y volvió a volar, a elevarse, a romper los bancos de plancton aéreo, a descender, a volar entre las fachadas y a posarse en el nido..., decenas de veces hasta que el polluelo se asomó con un tamaño algo superior al de sus padres, con unas reservas de grasas que le permitirían volar sin posarse durante los dos años siguientes, volaría a África y regresaría a Europa dos veces sin parar, durmiendo volando, comiendo volando, soñando volando, hasta que encontrase a su pareja, entonces se posaría para fabricar el nido que utilizarían año tras año, verano taras verano...

Vió a su madre, llegaba a toda velocidad..., pero no se posó, viró y remontó el vuelo, la vió hacerlo pegada a las fachadas, esquivando los cables..., siguió observando al resto de la bandada..., y dio unos pasos, sacó medio cuerpo fuera y saltó..., jamás había desplegado sus alas, jamás las había batido, jamás había salido del nido..., pero su musculatura se extendió vigorosamente y las preciosas alas se abrieron, durante décimas de segundo frenaron su caída y después comenzó a batirlas con una potencia extraordinaria, sintió como se elevaba, como alcanzaba las azoteas, como atravesaba las antenas y como seguía ascendiendo hasta que derivó a derechas, perdió altura, enfiló la calle y lanzó sus trinos volando sobre la cabeza de un homo que le apuntaba con un objeto plateado capaz de fijarlo inofensivamente en una pantalla..., homo miró esa ventana y sonrió, era una bonita imagen, el plano de un ave que posiblemente era pariente de aquellos vencejos que ese mismo homo veía desde una ventana, sobrevolando las uralitas de la vaquería, alrededor de la chimenea de la fabrica de curtidos, hace mas de 35 años...

El "Makin Off", las fotos fueron tomadas con una Canon modelo Power Shot A530 de 5.0 megapixeles, con una lente de 35-140 mm..., una camara sencilla, de las que usamos para hacer fotos a los amigos, a las novias, a los bebes, a las mascotas.

Las primeras fotos las tomé desde la pantalla, hasta que descubrí que siguiendo el vuelo de los vencejos desde el visor podía apuntar, centrar y disparar en movimiento.

Fueron bastantes fotos, algunas desechables y otras bastante buenas, que realmente por espacio no he podido colgar, pero espero que estas sirvan de muestra y os gusten.

De haberme acompañado Goyo, de arsnatura, habrian salido unas mejores instantaneas.

Un saludo.








sábado, 23 de mayo de 2009

AMANECE EN LA SIERRA CALDERONA..., CRUZANDO SUS RAMBLAS, REMONTANDO SUS COLLADOS A PEDALADAS.



Amanece en la Sierra Calderona, también en mi piso aquí en Valencia, en el dormitorio que comparto con mi padre..., él no ha oído el pitido del despertador, realmente ha sonado una sola vez. Sigue durmiendo, con la boca abierta y las encías hundidas sin su dentadura postiza, con el brazo izquierdo junto a su pierna y con la mano medio cubierta entre los papeles que le preparo todas las noches para que se limpie cada vez que orina..., hace mas de cinco años que la parte derecha de su cuerpo quedó paralizada tras el ictus.
Me levanto y le vacío su orinal, le pongo papeles limpios y voy a preparar el café, es la rutina de todos los días, pero hoy es sábado, Miriam vendrá a las diez de la mañana a levantarle y estará hasta las tres..., durante esas horas de permiso rodaré por la Calderona, pasearé después a Norton y a Mia, también llamada Ojos de Miel..., y regresaré al piso, a la urbe..., si no pasa nada.
El sabor del café tocado de leche condensada también es rutinario, pero me gusta, me lo puedo preparar, puedo levantarme yo solo de la cama, puedo manejar mis dos brazos, puedo coger un vaso y llenarlo de agua cuando tengo sed..., pero él no. Y mi padre sorbe el café con soja que le preparo antes de marcharme. Le veo sonreír agradecido, veo el brillo de sus ojos, veo que amanece lucido, vivo y eso me alivia. Un día de esta semana despertó como ido, con la mirada de sus pálidos ojos azules, perdida en el dormitorio, respondiendo con una vocecilla fatigada..., la sospecha de otro infarto cerebral me inquietó, me invadió la angustia, una extraña tristeza. Pero poco a poco se fue animando, despertando y terminó el día vivo y atento, conformado con su rutina..., yo diría que atroz y amargamente repetitiva. Su vida no se parece en nada a la que llevaba hace cinco años, creo que desde entonces no ha visto ni un solo amanecer, ni una sola puesta de sol, no ha visto esas primeras luces, al sol asomando de entre los pinos, tras las montañas...,


...como yo lo estoy viendo ahora, con las primeras pedaladas, antes de virar a izquierdas y de moverme entre los pinares cercanos al chalé, por la misma pista en la que Ojos de Miel y Norton corren tras los conejos, entre las matas, viendo estos bosques de coniferas en los que desaparecen de mi vista. A veces silbo y unos segundos después reaparecen dando brincos, me miran y sin dejar de correr vuelven a desaparecer por el otro lado. En esos momentos sonrío satisfecho y sigo paseando, dejándolos a su aire, sin tratar de adiestrarlos, sin tratar de someterlos, tratando de no antropizar la relación.







Muevo las bielas disfrazado con la nueva ropa que he diseñado, “la google map”, como la definió una buena amiga. Agacho la mirada, veo mis piernas subiendo y bajando y la pista cubierta por una capa de gravilla grisácea, encaro un repechito que bordea una enorme balsa de riego, voy rodeándola a buen ritmo, sintiendo el fresco en mis antebrazos y encontrándome bien y ligero, animado y como infundido de una energía que emanaría de esta ropa de color marrón y decorada con decenas de rayas negras que tratan de imitar las curvas de nivel de un mapa o los anillos concéntricos de un venerable tronco aserrado o los dibujos ancestrales con que guerreros y chamanes tatuaban en sus cuerpos..., es mi imaginación, mi mundo de fantasías infantiles. Realmente un recurso más con el que afrontar el día a día.

Hoy voy dando la espalda a la parte de la Calderona por la que suelo pedalear y la rueda delantera gira y gira apuntando, guiando a la rueda trasera y a mi mismo hacia el norte, pero un poquito hacia el oeste, mirando hacia los montes de Alcublas, de Lliria, de Marines, de Altura, de Gatova. Hacia unas montañas con una piel distinta, con un monte bajo mas espeso y aromático, con unos suelos mas pétreos y blancuzcos, con unas colinas ralas, con pocos pinares, muertos en los incendios de los años noventa y con un silencio y una soledad mas intensa de la que se puede sentir, percibir y gozar dentro de esas tierras que los burócratas han llamado Parque Natural de la Sierra Calderona, un entorno maravilloso pero frágil y delicado, ideal para el desarrollo de 7 campos de golf, de varios hoteles, de zonas de ocio, de mas 7500 viviendas unifamiliares, de chales, de apartamentos..., aberrantes promociones urbanísticas que los directores del parque contemplan sin inmutarse, mudos, ajenos, vergonzantemente callados, mirando hacia otra parte.

Atravieso la Urbanización Pedralvilla silenciosamente, pedalada a pedalada, alcanzo la vía de servicio que sube hasta Olocau y sigo dando pedales a buen ritmo, sobre asfalto, ya en ligero ascenso y encontrándome bien, sosegado, relajado, respirando por la nariz y cubriendo estos aburridos kilómetros de carretera a buen ritmo. Quiero llegar cuanto antes a la montaña, aunque la tengo continuamente a la vista, esta vía serpentea entre chalecitos, entre pinares, entre campos de naranjos, de oliveras jóvenes, de almendros. A mi derecha puedo ver los perfiles de la Calderona y a la derecha el llano brumoso del Camp de Turia.

Ahora ruedo por el trazado antiguo de la carretera y cruzo el barranco de Olocau, ya con aspecto de rambla, sobre un puente flanqueado por bloques de rodeno viejo y desgastado. El curso pedregoso desciende desde los barrancos, desde los estrechos de una serranía que se descarna con las avenidas. Observo el lecho repleto de enormes cantos rodados de color rojo, otros grises, bajo ellos piedras mas pequeñas apoyadas sobre la arenisca, sobre los lodos desecados..., y emergiendo entre ellos, entre la roca erosionada por las lluvias, por las tormentas..., la vigorosas adelfas.



Sigo rodando, salvando algunas pequeñas rampas y viendo ya la cima del Puntal del Llop, el antiguo asentamiento ibero que domina la garganta que conduce hasta Olocau..., pero nada mas iniciar el ascenso me desvió a la izquierda, dejo el asfalto y pedaleo sobre el camino de tierra que conduce hacia la urbanización Pla de Marco. La pista se alarga con uno de los canales de riego del pantano de Benageber a mi derecha, puedo percibir el rumor del caudal contenido en la conducción, derramándose desde la comarca de Los Serranos, en el Alto Turia.

Voy virando a derechas y observando los movimientos de tierras que han hecho por aquí, se ve la mano de homo, las huellas descarnadas de sus máquinas arrasando el bosque, el matorral, cavando enormes balsas para abastecer de agua a PAIs ilegales, a promociones urbanísticas nacidas de la especulación y de la gestión pervertida y sucia de algunos ayuntamientos.

El camino sube y baja, atraviesa hondos y vuelve a remontar, ahora llevo la conducción del agua a mi izquierda y sigo pedaleando...








...sin desfallecer, rodando otra vez sobre asfalto y de nuevo sobre tierra, sobre la llamada vía de servicio del canal de riego de Benageber, distingo algunas huertas, chales, casitas humildes..., me desvío a la derecha por el Pla de Calvo y sigo ascendiendo, dejo atrás las ultimas construcciones y pedaleo entre enormes explotaciones de cítricos, algunas cercadas y otras pegadas al camino..., pero ya puedo ver las montañas, aún oscuras bajo un día que se desperezando algo brumoso, turbio, cubierto por algunas nubecillas aborregadas..., y descubriendo las primeras amapolas arracimadas junto al alambre de cuadriculas.







Viro a izquierdas y de nuevo a izquierdas unos cientos de metros después, el camino se estrecha y se eleva con un repecho, subo un par de piñones, me inclino un poco hacia delante y empiezo a remontar sin demasiado esfuerzo, me sigo encontrando bien pero noto como mi corazón se acelera un poco, sigo dando pedales y la cerca de los naranjos queda atrás, ya veo las montañas mas próximas y las matas de esparto creciendo junto al camino, algunos pinos de troncos retorcidos y ennegrecidos, cicatrices de los incendios, un paisaje algo duro, poco agradable a la vista de quien espere frondosidad, vegetación exuberante, las sombras de bosques..., aquí no hay nada de eso, solo un lomazo por el que asciende una pista blanquecina, repleta de macizos rocosos grises contra los que se hunden las suspensiones de la Primigenia. Subo otro piñón y me sorprende la facilidad con la que voy salvando el desnivel, sus baches, las roderas. Como trepo sin apenas jadear, sin que me moleste la rodilla izquierda, en solitario, coronando sin apenas darme cuenta, incluso sorprendido ante el rendimiento de mi organismo.

Unas pedaladas mas, bajo piñones y acelero sin esfuerzo, en pendiente hacia esos perfiles que ya emergen en medio del monte, de la serranía limpia de construcciones, de chales, de cercados..., sonrío satisfecho, ya pedaleo sin que nada me recuerde a la civilización que voy dejando a mi espalda y mirando por delante, intentando descubrir el serpenteante barranco de la rambla de Escorihuela.



La pista remonta suavemente, virando a izquierdas y a la derecha sale un ramal, lo tomo, sigo pedaleando, buscando a mi derecha y viendo como la ladera va cayendo, desplomándose hacia ella, hacia la rambla que por fin descubro con su fondo gris repleto de gravas y arenas, de cantos rodados, veo los taludes cortados, los agujeros abiertos por los abejarucos..., allí abajo.


La huella de un curso fluvial que durante miles de años ha ido cortando la serranía, que ha ido erosionando, profundizando, descubriendo esos terraplenes, mostrando la estratigrafía de otras avenidas, quizás sucedidas en otras eras y emergidas con movimientos tectónicos. Es posible que en algún momento fuese un curso de agua continuo, un río poblado de barbos y truchas, de madrillas, de anguilas, de cangrejos..., que aquellos pobladores pescarían con reteles hechos de juncos, recolectados en las mismas orillas repletas de una vegetación de ribera espesa y virgen..., pero no escucho el murmullo de ese río, no veo el correr de sus aguas cristalinas llegadas desde las cumbres nevadas en los inviernos o empapadas durante las lluvias de otoño y primavera, tampoco escucho el griterío de los niños jugando en los remansos.... solo silencio y soledad, el rumor de mis neumáticos rodando sobre la tierra blanquecina, gris o rojiza y arcillosa cuando paso entre un pequeño campo de olivos. Atravieso los lechos secos de dos grandes charcos repletos de huellas y surcos de neumáticos de todoterrenos impresos en ellos y sigo pedaleando entre los peñascos que veía cuando rodaba hacia aquí entre chalecitos y explotaciones de naranjos.

Derivando a izquierdas, esquivando ese muro que se eleva delante y también a mi izquierda, pedaleando sobre la pista rocosa abierta en la ladera, en ligera pendiente, bajando hacia el lecho de Escorihuela, ese que veía desde arriba.












Otro viraje a derechas y la rueda delantera se hunde en la grava de la rambla cuando freno, desencajo las calas y echo pie sobre los guijarros, suspiro y echo una mirada al cuentakilómetros, unos 18 hasta aquí. Saco el bidón cargado con bebida isotónica y voy dando largos tragos, observando este entorno pedregoso, silencioso y encontrándome algo confundido. Me esperaba un cauce mas ancho, más gris, mas pétreo..., pero lo veo como cambiado, mas estrecho, casi como mas inofensivo o puede que me encuentre mas integrado después de algo mas de cinco años dando pedales por la sierra, es posible que este silencio, que esta aridez ya no me parezca extraña u hostil, que no me sienta tan fuera de lugar..., sigo bebiendo y descubro una cinta policial cruzando el cauce seco, luego miro hacia el camino que vuelve a remontar repleto de gravas y bancos de gravilla fina.

Doy un último trago, tiro de la Primigenia hacia atrás, para poder coger un poco de carrerilla y monto. Empujo el pedal, la rambla cruje bajo nuestro peso, la atravesamos y encaro la rampa que va girando a izquierdas, remontando, dejando el barranco, llamado ahora de Albalat, a ese mismo lado y ganando altura, notando como los neumáticos pierden algo de tracción pero sin llegar a derrapar. Vuelvo a cargar el peso sobre el manillar, voy derivando a derechas, trepando con facilidad, de nuevo sorprendiéndome, arrugando el entrecejo..., parece que flote, que no necesite respirar..., y salgo del repecho, de esa lengua de piedrecillas y arenas en las que la bici se hundía y perdía la dirección, como cuando hacia esta ruta con “Los Osos”, hace unos seis años, cuando confiaron en mi plenamente para que les abriera rutas por la serranía.

Por entonces no tenia ni la forma física ni mental que tengo ahora, bueno, la mental la tengo yo y la física mi organismo..., y les veía irse, pedalear por delante, charlando, afrontando la subida de 5 kilómetros que queda por delante nada mas salir de la rambla. Yo no los perdía de vista pero siempre iba por detrás, incluso me sentía fuera de lugar en sus conversaciones sobre ciclismo.

Ellos son de carretera, pero en otoño hacen montaña para “perder la forma”..., pero hoy pedaleo solo y no escucho el murmullo de sus charlas por delante, entremezclado con mi anhelante respiración..., hoy no jadeo, respiro acompasadamente, mis piernas se mueven con el vaivén de las bielas y escucho la típica rodadura de los tacos sobre la tierra, percibo los aromas del monte y veo los colores que visten a estas montañas calladas y serias, casi malencaradas con el visitante, veo los densos setos de aliagas cubrir los lados de la pista...,que sigue ascendiendo, trepando entre lazadas, entre amplias curvas, veo su verde pálido y sus florecillas amarillas encaramándose por los largos tallos, veo las matas escasas de romeros y las de tomillo también en flor..., son de las pocas que conozco, hay más, cientos de variedades que mi amiga Patricia me iría describiendo y nombrando una por una, fijando su inteligente mirada en cada brizna, en cada hoja, en cada pétalo...., olvidándose de mi y de cualquier persona, animal o cosa. Cuando ella se agacha y roza una flor, cuando aproxima su nariz para oler o la yema de sus sensitivos dedos para percibir..., el mundo desaparece y solo quedan ellas dos. Pero también puede ser una piedra, un fósil..., también sabe de geología y ahora mismo la hecho de menos, si estuviera aquí me podría decir porque surge este terraplén a mi derecha, de color rojo intenso y con miles de cantos rodados apresados entre sus estratos prensados.







Ángela también me lo podría explicar..., pero como siempre, estoy solo, pedaleo en silencio, sonriendo y observando, echando otra mirada al talud que surge como una pincelada audaz y colorista en medio de estos parajes de tonos apagados y pálidos. Imagino que son antiquísimos fondos lacustres o fluviales, a esa forma de depósitos de cantos o de lajas no le encuentro otra explicación..., pero sigo pedaleando, ganando altura, sin ver a nadie, sin escuchar nada que no sea el canto de los pajarillos, el rumor de los neumáticos, mi respiración, mis pensamientos..., y los latidos de mi corazón algo mas acelerados.






El ascenso es continuo, con pocos descansos, por una pista ancha que va cambiando de colores y de texturas. A veces una veta rojiza y cuarteada surge de sus entrañas, otras el amarillo se alarga ante mis ojos hasta la siguiente curva y entonces emerge la parte mas dura y vieja de la serranía, lomos de roca blanquecina, de yesos cristalizados y endurecidos que hacen oscilar las suspensiones y que reflejan la luz de los tórridos veranos a este lado de la Calderona. En esa misma estación, el Alto del Romero y sus contrafuertes, que se alzan a mi derecha, detienen las frescas brisas del mar y el calor se acumula, la luz te ciega y sudas, jadeas, te sientes mal y echas de menos las sombras y las fuentes de las rutas hechas por la parte oriental de la serranía, por donde pedalean la mayoría de los ciclistas de montaña..., pero hoy la temperatura es agradable, el cielo se ha ido cubriendo poco a poco de nubes bajas y yo he cambiado, estoy algo mas próximo a esta serranía o eso deseo creer y sigo ascendiendo, mirando hacia atrás y viendo el trecho recorrido, dando los últimos virajes y viendo ya el tejado rojo del corral en el que hace unos años encerraban una pequeña cabaña de vacas y toros. De vez en cuando te encontrabas alguno parado en mitad de la pista y..., bueno, descubrías que no tenias ni idea de que hacer. Pero ahora ya no están y poco a poco me acerco a la cima del Collado del Lobo.

El carril se estrecha, el pasto de altura se atreve a crecer en la cuneta, sobre el blanco calcinado de la roca y destaca con valentía..., sigo pedaleando y giro a derechas, el camino vuelve a ensancharse y encaro las últimas decenas de metros antes de coronar.

Se abre un camino a mi izquierda que va al corral, otro al frente que baja hasta la Fuente de la Caparrota y otro a la derecha que atraviesa el altiplano de Las Navas, a unos 800 metros de altitud media.

He alcanzado el cruce de pistas respirando bien, sin agobios y contemplo los abruptos horizontes, veo de nuevo la huella de homo en forma de aereogeneradores, cuando miro hacia el norte..., pero desaparece cuando me giro hacia la derecha, hacia Las Navas, doy otro largo trago de isotónica y vuelvo a pedalear, a llanear pero aún así, ganando altitud poco a poco.

Suspiro calmado, echando otra mirada a mi rodilla izquierda, viéndola subir y bajar, noble y fiel, resbalando entre sus cartílagos, bien sujeta entre sus ligamentos y tejidos, soportando la presión que ejerce la musculatura anclada a los largos huesos de las piernas..., y miro a mi alrededor mientras el camino va trazando hacia la derecha, veo esta amplia cima sin un solo pino, sin un solo algarrobo, tampoco distingo ninguna sabina, de las que sobrevivieron a la ultima glaciación, la que terminó de perfilar y dar forma a la vegetación y a la fauna de estos parajes..., miro a mi alrededor y descubro una amplitud que me reconforta, veo los espesos bosquetes de carrascas, las matas aromáticas prietas y muy cercanas a la tierra, bien enraizadas para soportar los vientos que azotan estas cumbres sin protección. Cuando sopla el norte aquí arriba, lo barre todo sin que ninguna loma o bosque frene su velocidad, pero hoy no sopla el viento, es primavera y el altiplano florece y vive antes mis ojos como nunca, descubro de entre sus tonos verdes, mas bien oscuros, el resplandor azulado de un cardo florido.

Desmonto, me acerco y busco un buen enfoque con el móvil, me acuclillo frente a él y escucho el crujido de mis rodillas..., pero también el zumbido de los insectos, las llamadas de algunos grillos y eso es la vida, el sonido de estas tierras altas, alejadas de las rutas turísticas, de los senderistas de unas pocas horas, de los ciclistas que compran sus bicis por Semana Santa, de los conductores ociosos de todoterrenos..., si miro hacia abajo sigo viendo miles y miles de pequeños brotes, de hierbas diminutas e insignificantes que tiñen con sus colores esta cima y de nuevo, la vida bulle en ellas.

Me levanto, vuelvo a montar y sigo pedaleando sobre una pista de color rojizo, pero afortunadamente seca y repleta de estrechas grietas. Cuando llueve, este tramo se convierte en una trampa..., el barro es muy arcilloso y se pega a las ruedas, capa tras capa las engorda y termina atascándolas contra las vainas o los tirantes, pero hoy no hay problema, pedaleo sin preocuparme del barro y sin estar atento a que ninguno de “Los Osos” se me escape..., normalmente hacemos esta ruta “apretando”, atravesando el altiplano a todo “pistón”, sin ver nada, sin sentir nada, dejándolo todo atrás y sin apartar la mirada de la pista..., pero todo ciclo tiene su final y en la soledad de esta mañana estoy descubriendo un lugar maravilloso, duro y puede que poco vistoso, pero sereno y exultante de una vida que se desarrolla entre aleteos, entre las llamadas de las aves, entre el vuelo rápido y zumbante de abejas y abejorros, de pequeñas moscas, de entre esas miles y miles de especies que nos rodean y que ni vemos.

No se porque siempre me imagino recorriendo estos lugares a pie, con Norton y Ojos de Miel, sin prisas, con una mochila a la espalda y sin una meta fija, sin un objetivo, tan solo el de mirar, el de contemplar, el de percibir desde la calma interior que tanto anhelo. Deben de existir otras de vivir, de ver, de sentir..., y tengo la certeza de que están condicionadas por el entorno físico en el que vivamos, en el que desarrollemos nuestro trabajo, nuestra actividad social..., ellos, miles de estímulos artificiales creados por homo nos bombardean desde la infancia, está demostrado que un bebé, que una criatura de uno, de dos, o de tres años..., es capaz de registrar esos estímulos, esos mensajes que realmente van perfilando su cerebro para que se vaya adaptando a la compleja y resbaladiza sociedad sapiens..., cuando crecemos, podemos decidir vivir inmersos en ella, puede que ni siquiera decidamos porque asimilamos esas costumbres y esas maneras como las nuestras sin posibilidad de renuncia, como las mejores que nos puede ofrecer la vida en si misma, nuestra existencia..., pero no es así, se que no es así, otra cuestión es ser capaz de renunciar a todo lo que nos han enseñado, a lo que el cerebro a fijado en nuestra psiquis..., pero creo que se puede desandar algo de ese camino, creo que podemos cambiar las ópticas con las que vemos el mundo y nuestro entorno, creo que podríamos sentir de otra manera..., y en mi caso, podría permanecer en este altiplano con los perros, escuchando sus jadeos, percibiendo las patitas de alguna garrapata escalando mis espinillas sin escandalizarme..., pero vuelvo a preguntármelo, ¿podría permanecer...?, ¿seria capaz de adaptar mis ritmos a los de la naturaleza, mas allá del frío o del calor....?, es posible que jamás lo sepa, pero me conformaría, aunque fuese casi al final.

Ruedo ligero, vuelvo a echar una mirada a mis piernas, a mis antebrazos..., nunca me depilo, como hacen todos los ciclistas que se precien y veo los pelos aún algo oscuros, no demasiado, pero en unas semanas volverán a relucir como hebras de oro, será una pequeña adaptación a la temperatura mas elevada, a la mayor irradiación solar, brillaran tanto que llegaran a confundirse sobre mi propia piel..., vuelvo la vista al frente y tomo un desvío a la derecha y empiezo a remontar ligeramente, a atravesar bosquetes galería de chaparras carrascas que casi me rozan los codos. Es la imagen que siempre viene a mi mente cuando recreo este lugar..., pero hoy lo estoy encontrando distinto, vivo, despierto. Veo las viejas parcelas delimitadas por muretes de piedra, a los almendros



ya echando sus hojas y de nuevo a las carrascas, no muy altas, formando enormes arbustos que durante décadas han alimentado los fuegos de estas tierras, los hogares en los que sus leños ardían lentamente, emanando el calor y su hipnótico baile, luminoso y ancestral.

Ahora el camino se desviando hacia mi izquierda, en leve descenso que me lleva hacia un hondo, hacia el final de este altiplano. Voy ganando velocidad, vuelvo a sentir los impactos en los antebrazos y a mi derecha aparecen un par de viejas parcelas abandonadas, convertidas en alegres prados repletos de alta hierba, de florecillas y de amapolas..., voy frenando, desmonto y me acuclillo en medio de ellas..., foto, me levanto y durante unos segundos observo la belleza y la placidez de lo que me rodea.





Alrededor de mis piernas se desarrolla la vida intensamente, apenas la puedo percibir desde mis ojos de humano, pero de nuevo esos insectos revolotean, van de flor en flor, polinizando, recolectando, interactuando y sobre la tierra, se descomponen los tallos de la floración anterior, las hierbas que ya murieron y que continúan alimentando el suelo..., sin que nadie venga a decirles como deben hacerlo, sin que nadie imponga sus normas, sin que nadie marque unos tiempos..., tan solo el mismo clima, con el frío o el calor, con la lluvia o la sequía. Unos ciclos de reposo y actividad, de calma y frenesí a los que el homo de la ciudad ya renunció, prefiriendo dominar esos ciclos, fijándolos a su antojo, acelerando todos los procesos, no dejando lugar al descanso ni a la contemplación.

Vuelvo a montar, echo una ultima mirada y doy pedales con ganas, me espera un repechón en el que siempre hay “batallita” cuando ruedo acompañado. Atravieso la pequeña rambla repleta de lodos resecos y roderas..., clack, clack, clack, subo varios piñones y encaro la rampa con brío, sin parar, sin problemas, remonto y giro a derechas. La pista se estrecha, a ese mismo lado voy descubriendo las gargantas que se estrechan y bajan hacia el perímetro de la base militar de Marines y a la izquierda más campos de almendros, al otro lado de muros levantados piedras sobre piedra.






Recorro el trecho con rapidez y alcanzo otro camino que sube desde Gatova, giro a derechas y descubro que lo han allanado y nivelado con una capa de arenas y cantos blanquecinos, por aquí se le llama “machaca”. No termina de gustarme demasiado, pero peor habría sido una capa de asfalto ligero.

Sigo apartando la vista del camino continuamente, los ojos se me van hacia las impresionantes vistas del barranco de la Garrofera, hacia los restos de los bancales que suben desde el fondo, encaramándose en la montaña, deteniendo la pendiente en forma de estrechas terrazas en las que se cultivaban almendros, frutales, es posible que ciruelos, vid..., y que ahora veo colonizadas de nuevo por el monte, por la misma naturaleza que homo dominó hace muchos años para su propia subsistencia y que ahora, lentamente y sin ruido, vuelve a por lo que fue suyo. El rastro de miles de jornadas de trabajo y esfuerzo, de tesón y sacrificio levantando esos muros, esos “marches” que contenían la tierra para que las raíces pudiesen dar sus frutos.



Vicente Coscollá, uno de los pioneros en el ciclismo de montaña y un amante de estas serranías, describe así lo que estoy viendo..., gracias a sus libritos de rutas. Esta de hoy la abrí siguiendo sus instrucciones.

“Kilómetro 21,700. Cruce en forma de “T”. La izquierda lleva a las Fuentes del Rebollo, de la Alameda y a Gatova. Pero nosotros giramos hacia la derecha. Impresionante panorámica del barranco de la Garrofera, que es terreno militar de la base de Marines. En primer término, Los Cinglos. AL fondo el caserío abandonado de Marmolé. En la lejanía el Pla de Lliria. A la derecha el Alto del Romero (820 metros) y a la izquierda el Piezarrolla (874 metros)”

Pero esos muretes no se quedan ahí y siguen ascendiendo..., miro a mi izquierda y los descubro muy cerquita de mis ojos, vuelvo a aminorar, paro y casi puedo tocarlos con la mano. En algunos tramos han cedido, se han desmoronado tras la acción erosiva del agua e lluvia y el efecto cuña de las raíces, pero la mayor parte continua intacto, firme, asentado, encajado arista con arista, plano con plano, esquina con esquina..., miro ese muro y siento un extraño placer, el muro también parece mirarme y sonrío.









Vuelvo a pedalear y el camino sube y baja, vira y traza curvas, se levanta en repechos o en pequeños descensos. A la izquierda sigo viendo pequeños bosques de carrasca, las sabinas también asoman, picudas y estrechas, como fuera de lugar entre una vegetación tan mediterránea y adaptada a los climas secos y calurosos. Las sabinas son de altura, de ambientes fríos, pero estas que veo por aquí son las hijas de las que sobrevivieron a la última glaciación, después el clima cambió al que conocemos actualmente, el paisaje que estoy viendo fue el resultado de aquella selección climática y estas solitarias sabinas nos recuerdan que ellas vivieron aquí cuando las nieves y los hielos cubrían estas montañas durante muchos días al año.






Pero ya van apareciendo los pinos, los algarrobos y el monte bajo cerrado y espinoso...,voy derivando a izquierdas, trepando por el caminito que se alza entre campos de almendros y coronando, dejando atrás el altiplano y mirando hacia las cumbres que se elevan sobre Gatova..., giro el puño de la izquierda y la cadena sube al plato grande, ahora el de la derecha y el cambio se desplaza hacia ese mismo lado mientras la Bicipalo empieza a ganar velocidad..., la pista se inclina hacia delante, apunta hacia el fondo del valle, me levanto y aprieto los muslos contra la punta del sillín, echo una rápida mirada a la vieja construcción que se levanta a mi derecha, la veo envuelta por el herbazal que ocupa el prado y vuelvo la vista al camino.





Doy un par de pedaladas y mis dedos índices empiezan a presionar sobre las manetas de frenos, los pequeños tacos de las Michelín Dry2 se apoyan sobre la gravilla, esas piedrecillas se desplazan y durante décimas de segundos las gomas quedan en el aire hasta que vuelven a apoyarse en el firme..., siento como el chasis de la Primigenia se desliza en cada curva, cada vez que presiono sobre los frenos..., giro a derechas y después a izquierdas, a ese la do queda la Fuente Fría y descendiendo, acelerando y frenando, percibiendo el gruñir de las cubiertas y perdiendo altura, viendo crecer los enormes macizos de rodeno que se levantan a medida que yo busco el fondo del valle..., mis antebrazos se estremecen cuando la suspensión delantera trepa sobre una lengua de hormigón que gira a derechas bruscamente, tiro otra vez de los frenos y esta vez la banda de rodadura muerde bien y la Bicipalo pierde velocidad, trazo la curva, vuelvo a pedalear y atravieso el barranco, ya entre umbrías, entre cañares y entre robustos pinos que crecen hasta alcanzar la carretera aún por encima de mi cabeza.

El hormigón aquí se vuelve de color rojizo, del color del rodeno..., cambio al plato pequeño y voy subiendo, imaginándome a las personas que cubrieron esta pista, mezclando la arenisca del lugar con el cemento y la grava.

Alcanzo la carretera que sube desde Marines Viejo, me cruzo con algunos ciclistas de rueda fina que suben hacia el Pico del Águila y me dejo caer hacia Gatova, me salgo a la izquierda y desmonto junto a los muretes de la Fuente de San Isidro.

Sus caños vierten sobe el abrevadero y el agua corre cristalina y fría hacia el lavadero, unos metros mas abajo. Recuerdo que uno de esos días de otoño en lo que parábamos aquí a almorzar vi a varias mujeres arrodilladas y dando unas friegas a distintas prendas. Charlaban entre ellas y frotaban las ropas contra la piedra, arremangadas, inclinadas hacia esa agua que derramaba la montaña para ellas..., aparece también la imagen de un leño de carrasca ardiendo lentamente en el interior de una estufa de forja, recuerdo mis ojos vueltos hacia él, el murmullo de la charla de mis compañeros de pedalada, de los famosos “Osos”, el de los vecinos del pueblo que también almorzaban..., imágenes del pasado que lentamente se difuminan cuando relleno el botellín con esa agua que sigue resbalando hacia el lavadero, que también sirve para beber y para regar las pequeñas huertas cultivadas sobre bancales ganados a las laderas..., y doy varios tragos, me siento en el murete y abro una barrita de bizcocho, miro hacia la puerta del bar y recuerdo que no he cogido dinero, tendré que esperar hasta regresar al chalé de mis padres para terminarme el café que me he dejado, creo que habrá para dos tazas, una detrás de la otra.

Miro hacia la carretera y veo a un pelotón de “carreteros” remontando hacia el Pico, distingo los colores azules y verdes del club de triatlón de Betera y mis ojos distinguen enseguida la silueta erguida sobre el manillar de una mujer que viste un maillot blanco y que esparce su negra y larga coleta sobre su espalda.

- ¡Pilar...¡ -voceo atragantándome con el bizcocho.

Pero no me oye y la veo alejarse cuesta arriba, con esa pedalada fina y elegante, con esas maneras tan hermosas y armoniosas de ir sobre su flamante Pinarello roja y blanca.

Vuelvo a beber, relleno el bidón, lo encajo en el soporte, monto y con unas pedaladas vuelvo a la carretera, giro a la izquierda y me dejó caer por el puente, voy atravesando el pueblo en bajada, sin casi pedalear hasta que quedan atrás las últimas casas y salgo virando a izquierdas.

Los neumáticos gruñen sobre el asfalto, zumban como abejorros..., suspiro y me relajo bajo el sol que se asoma sobre las montañas que rodean el pueblo. Por delante veo la pista que remonta hacia el molino y hacia el refugio de Tristan y la Mina y a mi derecha, el tajo del barranco que desciende bajo las altas cotas, repletas de pinar, de monte bajo y ocupado por casitas dispersas, surcado por caminitos y sendas..., sigo bajando, tranzando las amplias curvas sin esfuerzo, viendo como siguen remontando los ciclista de carretera, viéndome a mi mismo montado sobre la Flaca, con el plato de 53 dientes engranado y bajando lanzado, con el viento zumbando en mis oídos, formando turbulencias ruidosas, tumbando en las curvas sobre las estrechísimas cubiertas y sin perder de vista la coleta negra de Pili..., cuando pedaleábamos juntos o con la Peña de Rocafort..., pero de eso hace ya mas de dos años y ahora cuando la veo, pues..., yo no voy por delante o por detrás, ahora pedaleo a solas o dejo que la Bicipalo siga deslizándose hacia abajo sobre los tacos de la Michelín, contemplando las gargantas, los barrancos que cortan estas montañas y que vierten sus escorrentías al que corre por ahí abajo, a la derecha de los viejos pretiles de rodeno que delimitan algunas de las curvas..., llaneo un poco sin perder de vista los posibles caminos que salen a mi izquierda y por fin descubro el desvío, la pista que remonta sobre el barranco del Gorgó.





Cambio al plato mediano, subo un par de piñones y abandono el asfalto, las ruedas dan sus primeras vueltas sobre una tierra roja como el mismo rodeno y las suspensiones delanteras vuelven a hundirse cuando freno ante él, echo pie a tierra y sonrió.

-Batracio temerario... -murmuro y busco una ramita con la que apartar el orondo y somnoliento sapo.

Esta quieto en mitad de la pista y aún se puede distinguir el rastro que ha dejado sobre el camino. Imagino que habrá estado zanganeando durante la noche, aprovechando el frescor y la humedad, pero el sol ya incide de lleno en el camino y el sapo se ha quedado quieto. Es curioso, esta especie, creo que es un Bufo bufo, es terrestre, hace su vida fuera del agua y solo se sumerge para depositar sus huevos o para aparearse. Es de hábitos nocturnos y come de todo, hormigas, babosas, escarabajos, insectos, lombrices..., no es un gran saltador, bueno los poco que da son cortos, prefiere moverse sobre las cuatro patas, cortas y robustas..., y gusta de hibernar bajo las piedras aunque también bajo tierra, ocupando guaridas o túneles excavados por otros animales..., hasta que deciden salir y terminan atravesando alguna pista para morir aplastados, me encuentro con muchos de ellos así, pero voy a intentar que este viva para ver si es capaz de alcanzar esos casi 30 años de vida que se le atribuyen..., puede que por su alimentación basada en proteínas y por su ritmo de vida, lento, sosegado, casi contemplativo.

- Venga coño, sal de aquí, perezoso.

El “granot” como se le llama en valenciano, me mira con sus globulosos ojos y da unos pasos refunfuñando, le sigo empujando y consigo camuflarlo entre unos arbustos.

Vuelvo a montar, coloco la Bicipalo un poco atravesada, para aliviar la pendiente y encajo la cala izquierda, empujo y la bici se mueve, empiezo a remontar y encajo la otra zapatilla..., miro al frente y me sorprende el torrente de luz que inunda el estrecho, hace brillar las agujas de los pinos y oscurece los perfiles de los picos hacia los que pedaleo.






Tenía la imagen invernal de este trecho, húmeda, con algunos regueros de agua resbalando, con los musgos y los líquenes reverdecidos, con el pinar como mas oscuro y apagado, con las cimas envueltas en nubes bajas y cubierto con la ropa térmica, rodando con “Los Osos”..., pero de nuevo la realidad regresa con un corazón que late acelerándose, con los rayos solares incidiendo sobre mis rodillas, sobre mis brazos, sobre el cristal de las gafas de sol..., giro el puño de la derecha y la cadena sube un piñón.




Voy trazando a derechas y el camino vuelve a remontar, me abro un poco y vuelvo a girar el puño, los eslabones se encaraman en el piñón de 34 dientes y resoplo comprobando que esas cimas pobladas de pinar están cada vez mas cerca, cada vez veo mas pedazo de cielo, poco a poco voy saliendo del estrecho, de la pista que va buscando el collado escondido en el que aún podré ver los restos abandonados del poblado morisco de la Hoya..., aún no he coronado pero se que falta poco...., ahora la pista se va desviando a izquierdas, cuesta arriba y trato de relajarme, aflojo los músculos faciales, trago algo de saliva y vuelvo a soltar aire por la nariz, vario la técnica de pedaleo y vuelvo a tirar del pedal hacia arriba, arrastrando hacia atrás y ayudando así a la rodilla que empuja y que sigue sin dolerme.

Giro a derechas, continuo remontando pero echo la mirada por delante y veo una furgoneta aparcada en un claro, bajo las sombra de una media docena de pinos que pueblan los lados de las siguiente curva, pedaleo hacia ellos un poco mas relajado, voy cubriendo los últimos metros y paso entre ellos girando a izquierdas..., creo que ni me han visto y el collado se abre ante mis ojos,




Enseguida descubro la silueta rojiza del castillo de Olocau, llamada la Fortaleza del Águila, ultimo bastión morisco de la comarca..., encaramado en lo alto de un picacho y algo turbio entre los haces solares que llenan las vistas con una brillante luminosidad. Sus ruinas se alzan sobre enormes sillares de rodeno apoyados sobre la misma roca de la montaña y mirando a un impresionante cortado que cae a plomo hasta una sombría garganta. Allí arriba descubres pasto de altura sobre la tierra blanquecina que ocupa sus corredores y la estancia principal, también los restos de un gran aljibe, los restos de las almenas y sobre muchas de sus piedras, unos preciosos líquenes de color naranja vivo e intenso.

Las aliagas y sus florecillas del color del azufre, del color del polen de los pinos..., crecen llenando el bosque bajo, entre aromáticas, coscojas y lentiscos, entre algunas de esas sabinas que no me encontraba en el altiplano y aquí aparecen en algunos rincones y siempre dispersas, distantes unas de las otras..., y descubro que vuelvo a estar rodeado de montañas, de cimas, de cortados, de pinares, de campos de olivos, de almendros..., de parcelas que fueron trabajadas hace muchas décadas por los abuelos, por los padres de las personas que alguna vez me encuentro por aquí. Suben a los campitos y aran la tierra, podan, alguna vez sulfatan o tienden mallas verdes en el suelo y varean las ramas de los olivos o recolectan las almendras. También llenan capazos con algarrobas y algunos de ellos se dan un paseo mientras cortan unos cuantos espárragos para la tortilla de la cena o del almuerzo del día siguiente.






La pista gira a izquierdas, bajo un par de piñones y aumento un poco la velocidad, descubro a ese lado un aljibe y me imagino a las caballerías cargadas de alforjas repletas de olivas, de madera, de almendras, de uva..., abrevando en él, igual que los peones y braceros que las acompañaban a pie, al caer el día, después de largas jornadas en el monte, en mitad de la serranía que ahora contemplo muda y solitaria, silenciosa aunque llena de de zumbidos, del batir de miles de pequeñas alas que se detienen sobre las flores, llena de los melodiosos cantos, de trinos y silbidos que surgen de entre la vegetación, reverdecida y exuberante. Y vuelvo a sentirme profundamente ignorante al no saber identificar que avecillas se llaman entre ellas con esos sones que llenan de vida y alegría estas tierras duras y exigentes..., pero sonrío y me conformo, las puedo oír y gozar..., aunque no debo distraerme, el camino sigue virando a izquierdas, abierto en las laderas de las montañas y perdiendo altura entre placas estratificadas blanquecinas.

Las ruedas se hunden en la arena blancuzca que surge entre ocres y marrones y dejan un rastro de puntitos, de pequeñas marcas de taquitos en forma de V que reptan hacia las ruinas de un poblado que aparece ambos lados de la pista, la tierra parece apretarse y la vegetación se cierne sobre el camino. Un torreón se yergue, no muy alto, pero sólido y dominante, una grieta serpentea en uno de sus muros, el que mira al norte pero la fortificación se mantiene en pie, como mirando retadora hacia el Castillo del Águila, alzado a mayor altitud que el poblado morisco de la Hoya, como mostrando su chaparra solidez a ese feudo que domina el collado desde la cima de la montaña, la atalaya defensiva desde la que los últimos árabes dominaban el paso entre las montañas desde Segobriga hacia el Camp del Turia.








La pista se estrecha, se hace angosta entre los muros de rodeno y por unos instantes ruedo a la sombra de las centenarias construcciones, algunas de ellas en estado de ruina absoluta y colonizadas por una vegetación que regresa a los lugares de los que fueron desbrozadas y apartadas por aquellas gentes, venidas del África...., veo los restos de las dependencias, algunas vigas, realmente ramas de pinos y de carrascas, asomar entre los tejados desmoronados, veo la argamasa que mantenía sellados los huecos entre las piedras de rodeno y de nuevo los restos de los bancales sobre los que cultivaban sus pequeñas huertas, sus frutales o por los que pastaban sus rebaños, sus animales..., ellos también escucharían a los pajarillos, se apartarían las moscas y observarían a las abejas libando de flor en flor, verían el sol elevarse sobre estas tierras, escucharían la llamada de algún lobo, la berrea de los ciervos o se apretarían entre si, sobre sus lechos cuando callese la noche, profundamente oscura, atravesada por las llamadas de las aves nocturnas que siempre acompañaban a las brujas y hechiceras..., como contaban los que llegaban desde Los Serranos..., tierra de magia negra, de demonios y aquelarres.

El poblado queda a mi espalda y el camino traza a izquierdas vuelve a descender, gira a derechas, dejo a mi izquierda una balsa y vuelvo a cambiar, los eslabones manchados de polvo y cubiertos por una especie de barrillo oscuro, se suben sobre las púas y tiran de la rueda trasera cuesta arriba, trasmiten la fuerza que llega desde el plato de 32 dientes, movido por unas bielas, que giran y giran encajadas a unas cuñas metálicas que asoman bajo la rígida suela de las zapatillas de serraje marronaceo, algo reseco, manchado de polvo y con los cordones cubiertos por una tira que los mantiene alejados del paso incesante de la cadena. Del calzado asoma un tobillo estrecho, que asciende hacia un gemelo que se contrae y se estira, que rezuma algunas gotitas de sudor sobre el que se deposita de manera casi imperceptible ese mismo polvo que mancha las zapatillas, el cuadro de la bicicleta decorada con bisontes, ciervas y mamuts lanudos, la ropa de color marrón y surcada por decenas de rayas negras, por imaginarias curvas de nivel que alimentan su imaginación..., las mismas que le inquietaban hace unos seis años atrás, cuando el ciclista estudiaba los mapas militares que deberían conducirle desde la Sierra Calderona hasta los yacimientos de Atapuerca, ya en tierras burgalesas..., y rueda sobre esas mismas curvas de nivel, las que marcan los mapas que describen y detallan la orografía de la Calderona.
Clac..., y la cadena vuelve a trepar, miro hacia delante y encaro la rampa, resoplo y voy remontando el repecho, voy girando a izquierdas y me encuentro con otra pared, vuelvo a cambiar y los eslabones ya tiran desde el ultimo piñón, voy ascendiendo, derivando a derechas..., y poco a poco voy salvando los toboganes, los virajes cerrados y elevados..., describiendo un arco a derechas sobre las laderas de las montañas que encierran el collado. Miro a ese lado y vuelvo a ver las ruinas de la Hoya, al otro lado de valle, en medio de una extensión amarillo pálida de aliagas, aflojo un poco y esta vez si que reconozco el canto de una alondra, percibo de nuevo el zumbido de los insectos, las llamadas de otros pajarillos y observo el monte, sus colores vivos bajo un sol que los resalta pero que me deslumbra si miro hacia las cumbres recortadas contra un cielo ya limpio de esas nubes que me han acompañado durante unos cuantos kilómetros.






Vuelvo a empujar sobre el pedal y me voy acercando a un pequeño grupo de pinos crecidos en la cresta de la pista, sigo remontando, virando esta vez ya a izquierdas y salgo de las tierras de la Hoya, paso al valle que baja hasta Olocau y de nuevo las panorámicas llenan mis retinas..., pero por poco tiempo, la pista se desploma y la Primigenia galopa ya cuesta abajo, giro los puños del plato y los piñones, la cadena se ladea, se retuerce y se sube al plato grande, cae varios coronas y yo me levanto, retraso un poco el cuerpo y vuelvo a sujetarme a la punta del sillín..., un lomo de tierra llega atravesando la estrecha y erosionada pista, la rueda delantera sube ,se recontrae un poco la suspensión y la Bicipalo y yo estamos en el aire durante unas décimas de segundo..., caemos, el impacto recorre el chasis, los neumáticos se deforman, las suspensiones se hunden... y sigo dando pedales, viendo la curva que gira a izquierdas, tirando de las dos manetas de los frenos, aflojando un poco en el delantero y aumentando en el trasero hasta que las zapatas se traban en los flancos de la llanta, se calientan, carbonizan el polvillo adherido a la pista de frenado mecanizada y la llanta se traba, los tacos desgarran el camino y noto como la cola de la bici se mueve, como se desplaza hacia el barranco, dando el giro, colocándose en la trazada buena. Suelto el freno, pedaleo y aprovecho para echar una mirada hacia los bancales que escalonan la ladera que desciende buscando el barranco del Sentig, aun muy por abajo, pero encerrado entre las paredes de rodeno y pinar que ya distingo..., y hacia las que desciendo. De nuevo mas olivos, almendros, muretes de piedra que dibujan los caprichosos lindes de las parcelas serranas, la mano de homo antropizando estas tierras..., pero de manera natural, integrada en la serranía, una presencia silenciosa y sostenible, sosegada..., cuidado, cuidado..., la pista vira a izquierdas, tiro de frenos, la Bicipalo vuelve a inclinarse hacia delante, a comprimir la horquilla delantera, tomo la curva, ahora se abre a la derecha, vuelvo a frenar y una nube de polvo por delante me hace levantar la mirada y distingo el techo blanco y las luces azules sobre el todoterreno de la Guardia Civil.
- Coñossss... -murmuro frenando algo más.
Llego hasta ellos y alguien vocea a mi izquierda
- ¡Ehhh, pare un momento, por favor....¡.
Sujeto a la Primigenia por las riendas y echo pie a suelo, me giro a la izquierda y descubro a una mujer guardia al otro lado del aljibe que señala la senda que sube desde la pista hacia el refugio de Tristan y la Mina.
- ¿Por aquí se sube a la fuente de Tristan...?.
Me pregunta, bajando de la senda y acercándose unos pasos. Es alta y fuerte, con acento del sur y con la cabellera negra recogida en una cola.
- Si, si..., se sube por esa senda -le contesto.
- ¿Y hay mucha distancia...?.
- Exactamente no lo se..., ponle de 2 a 4 kilómetros.
- ¡Buahhh...¡-resopla la guardia- madre mía..., es que nos han avisado de que un senderista se ha torcido el tobillo o algo así.
- Tranquila..., la senda nos es complicada... -trato de animarla, mientras su compañero se encamina hacia ella. También es joven, luce una valiente perillita debajo del labio y un cráneo completamente rapado, blanco y expuesto al sol sin ninguna gorra.
- Pero llevaros agua..., que allí arriba no suele haber.
Se gira hacia él y señala con la barbilla hacia el todoterreno.
- Anda, coge la botella, cógela.
El compañero obedece sin chistar y ella se vuelve hacia mí.
- Muchas gracias.
- De nada.
Giro las bielas, encajo la cala derecha y empujo, la pierna se extiende y el plato de 42 dientes vuelve a tirar de la cadena, de la bici, de mi propio peso, empiezo a moverme, a descender otra vez, a ganar velocidad..., virando a derechas, buscando el cañón que se estrecha y cae hacia Olocau, viendo en los lados de mi campo de visión los pequeños terrenos cultivados, los muretes, los olivos, algunos jóvenes, otros con decenas de años..., fijándome en el estrecho camino que vira y revira, escuchando el rumor de los neumáticos rozando contra la tierra, los golpes de la cadena contra el chasis cuando atravesamos un bache..., y un ruido fuerte, distinto y que choca entre las paredes que se levantan mientras yo y la Primigenia perdemos altura.
- Jodeeerrrr...,
La enorme ambulancia oscila sobre las roderas, sobre los badenes que llenan el estrecho y resbaladizo camino..., vuelvo a presionar sobre las dos manetas de freno y me salgo a la derecha, saco el pie izquierdo y el vehículo de emergencias se detiene a mi lado, una nube de polvo se levanta, nos envuelve y el conductor me mira algo tenso. También le falta pelo como a mi, su piel es blanquecina y entre abre los labios en una mueca de agobio.
- Hola... ¿este camino lleva a Tristan...? - me pregunta, con la primera engranada y reteniendo la ambulancia con el pie derecho pisando el freno y con el izquierdo el embrague.
- Si, si..., vais bien, pero el camino no llega hasta Tristan, se queda abajo, en un aljibe, luego hay que subir a pié por senda.
- Madre mía... -se lamenta la compañera meneando la cabeza.
- Pero la Guardia Civil ya esta arriba..., veréis el todoterreno..., pero ahora que caigo, lo han dejado en el único sitio que se puede dar la vuelta.
- Joder... ¿y el camino como esta...? -me pregunta angustiado el conductor.
Hombre..., está algo rotito, pero podrás llegar, pero coge carrerilla en los repechos o te patinarán las ruedas.
- Bueno..., gracias, vamos a ver.
Arruga el entrecejo y mira hacia el camino que se eleva entre distintos peraltes, encajado entre “marches” de piedra, rodeado de monte bajo, de campos, de pinar..., suelta el embrague, acelera, el motor diesel aumenta de revoluciones y las ruedas delanteras derrapan, las gomas terminan empujando sobre la tierra apelmazada y la ambulancia se mueve hacia delante.
Suspiro, vuelvo a empujar el pedal, doy unas cuantas pedaladas y vuelvo a ganar velocidad, el camino va girando a izquierdas, después a derechas y el valle se va estrechando, las sombras de las montañas que lo encajonan van ocupando a retazos la pista, las terrazas cultivadas son cada vez más pequeñas y el pinar y el monte bajo vuelve a cernirse sobre el carril que desciende hacia el barranco del Sentig..., empiezo a ver el fondo guijarroso a mi izquierda y a las adelfas que crecen entre los enormes y redondeados cantos. El camino llanea ya flanqueado por bosques jóvenes, encerrado por las laderas que suben, que se encaraman hacia las colinas cubiertas de vegetación. Voy trazando a derechas y cambio al plato mediano, la pista vuelve a remontar y el sol reaparece cuando corono un repechito en el que se abren tres caminos, derecha, izquierda o al frente, sigo por el y de nuevo se descuelga girando a izquierdas, sobre una tierra blanquecina.









Vuelvo a cambiar al plato grande y de nuevo las paredes de los cortados me cubren con su sombra..., presiono sobre las manetas de los frenos y trazo las curvas, los virajes..., aflojo un poco y recuerdo que este camino esta atravesado por una mina subterránea de cobre y a la izquierda descubro como pequeños boquetes abiertos a los lados del camino..., eran diminutas explotaciones de yeso. Los lugareños cargaban con el mineral y luego lo cocían en fogatas para utilizarlo después en sus construcciones..., tareas lentas, laboriosas, pesadas.

Vuelvo a mirar por delante, vuelvo a frenar y la Primigenia se estremece cuando dejamos la tierra y rodamos sobre una lechada de hormigón que serpentea hacia la Font del Frare.

Otro viraje a izquierdas y la pista se ensancha, a mi izquierda se abre un parquecito y puedo ver el Arquet romano de Olocau, la exposición de un par de piedras de molienda talladas en rodeno y las primeras casas del pueblo..., me dejo caer ya sobre asfalto, sin pedalear, relajado.

Llego a la rotonda, trazo el circulo y entro en le población serrana, la travesía discurre estrecha, con las fachas encaladas muy pegadas entre si, hasta la plaza en la que se levanta la iglesia y el ayuntamiento, sigo dando unas pedaladas ligeras y giro a la derecha, miro hacia el bar de Esther, busco con la mirada el Panda Treckking de mi amigo Carlos, pero no lo veo, paro y echo pié a tierra.

Miro por encima de las tejas y vuelvo a encontrarme con la masa pétrea y marronacea del Maimó alzándose tras las sencillas viviendas, una mancha blanca pintada en sus paredes cortadas indicaba la situación de Olocau a los viajeros o a los propios vecinos que regresaban tras muchos años de ausencia.




Saco el móvil y llamo a Carlos..., espero y responde.

- ¿Qué tal, Carlos...?, estoy aquí, en el pueblo... ¿tienes tiempo de tomar un cortado o estas ocupado...?, ah, vale, si es por la mamá no te preocupes..., no, no, tranquilo..., uf, me he pegado un buen tute, pues calculo que me saldrán unos 60 kilómetros, pero ha sido una ruta guapa y he tirado mogollón de fotos con el móvil..., vale, vale..., no, Carlos, , tu has marcha que yo me bajo ya y así llamo a la “Niña Cazadora”..., tranquilo, tranquilo, que cumpliré si me dejan..., ¡ja, ja, ja...¡..., venga, nos vemos.
Cabeceo sonriendo y llamo a mi amiga, a la “Niña Cazadora”.
- ¿Qué tal niña...?, en menos de veinte minutos estoy en el chalé..., estoy en Olocau... ¿cómo lo tienes..?..., ah, ah, tranquila... ¿dolor de muelas...?, ja, ja, ja..., menos mal que no me has dicho que tenias jaqueca...., ¿cabronazo yo...?, ¿a que salto la vaya...?, que no te preocupes niña, pasearé a los chuchis y a Valencia, bueno antes regaré un poco..., venga, besitos..., bueno, mejor un morreo, ja, ja, ja..., venga, hasta luego..., y cuídate las muelas, chiquitina.
Cuelgo, me guardo el telefono en el bolsillo trasero del maillot “google map”, encajo la cala en el pedal y echo una última mirada al Maimó. Alguna vez he tomado café en esta calle, con Carlos y Paloma, sentado y observando el macizo..., recordando los dos veranos que Pilar y yo fuimos a pasar una semana a Tragacete, a ella le encantaba mirar los buitres con los prismáticos y a mi saborear el cortado ante aquellas vistas, ante aquellos espacios y pidiéndole los gemelos para mirarlos yo también..., fueron unos hermosos días de ciclismo de carretera y alguna que otra caminata, de escuchar las vivencias de la señora Miguela y de contemplar alguna secuencia, casi ancestral..., recuerdo que una de las tardes, paseando por las calles del pueblo, escuché el petardeo nervioso de una motosierra, miré hacia el patio de una de las casas y descubrí a un hombre joven troceando un pino en maderos cortos y manejables..., esos que alimentarían la estufa duramente el invierno. Un anciano en silla de ruedas y con las piernas cubiertas con una mantita le observaba..., su vida dependía de esos troncos, del calor de las llamas..., pero él ya no podía proveerse del combustible, moriría con las primeras nieves si alguien no lo hiciera por él. Esos eran los primeros atisbos de humanidad, de solidaridad, de cariño..., comportamientos que ya se dieron en neardental, aunque muchas personas sigan creyendo que aquella cultura, que ocupo durante más de 180.000 años la Europa Glacial y nuestra península Ibérica..., fuera un linaje vergonzoso y repugnante en el árbol genealógico humano, carentes de esa humanidad y conciencia que consideramos patrimonio único de sapiens sapiens.
Pilar sonrió y me miró.
- Ya te estas acordando de tu padre, ¿no? -murmuró cariñosamente.
Imagino que si, que realmente me recordó a mi padre, pero también a la Prehistoria, a la lucha de homo por la supervivencia, a su convivencia con la naturaleza, al aprovecharse de sus recursos y al fenecer bajo sus fuerzas o lentamente, envejeciendo, adormeciéndose.
Doy unas pedaladas hasta que salgo de Olocau, atravieso el barranco por el puente y miro hacia el repecho que parece subir hasta el mismísimo poblado íbero del Puntal del Llop, miro hacia la montaña ocupada por aquellas tribus misteriosas que llegaron, de nuevo desde África y un destello brilla entre el pinar. El filo de la espada cercena las ramas otra vez y el explorador se abre camino entre las matas espinosas, entre las aromáticas que llenan las ropas del hombre con sus tallos cortados, con gotas de resina. Sigue abriendo la trocha y se asoma desde la cima. Jadea ligeramente, enfunda la espada y observa los parajes que se abren bajo la loma. Un enorme farallón de paredes marronaceas se levanta mirando hacia el norte, bajo él descubre la vegetación de ribera que crece exuberante y cerrada, bebiendo de las aguas estancadas en el barranco. Un bando de aves acuáticas levanta el vuelo, las ve girando, describiendo un circulo y volando hacia él..., sigue con la mirada en ellas y sonríe cuando la bandada de patos le sobrevuela, puede escuchar el batir de las alas y distinguir los destellos de las gotas de agua resbalando sobre sus plumas impermeables...., gira la cabeza sin perderlas de vista y termina mirando hacia la enorme llanura que se abre hacia poniente, distingue la columna de humo que su tribu a encendido y se encarama sobre el pequeño roquedo que domina la cima.
Poco a poco recupera el resuello y continúa observando los horizontes que le rodean..., se siente seguro allí arriba, protegido y dominante. Es la mejor atalaya para traer al clan, para asentarse, para levantar el poblado. Ahí mi mismo, a sus pies..., mira sus sandalias manchadas de polvo y descubre la huella sobre la arena blancuzca.
-No lobo..., ahora esta tierra es nuestra.