Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

sábado, 26 de diciembre de 2009

UN REGALO DE NAVIDAD FUGAZ Y FANTASMAL.

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Por estas fechas, cerca de la Nochebuena, hace 6 años, mi padre sufrió un infarto cerebral…, en ese momento las vidas de mis cuatro hermanas y la mía misma cambiarían radicalmente. No hubo cena de Nochebuena, no subimos al chalet de mis padres, a las llamadas Tierras Altas, a celebrarla y nada volvería a ser igual.

Este año nadie a colocado adornos navideños en la casa…, realmente tampoco nadie los a echado de menos, tampoco nadie ha ido a comprar las vituallas para la cena especial…, bueno si, mi hermana Mónica ha sido capaz de comprar algo y de convocar a Alicia, otra de mis hermanas y a sus hijas para cenar en mi piso, ella vive conmigo y con mis padres.

Anoche cenamos, charlamos…, mi madre con su demencia senil asomándose de vez en vez criticó el peinado de mi sobrina Agueda, cortado a lo garçon…, se colocó sus gafas de sol para ver la televisión, su gorra de visera y se sentó en el sofá…, nosotros terminamos de cenar y mi padre derramó unas lagrimas desde su silla de ruedas…, le emocionó vernos juntos, aunque realmente estaba siendo una cena silenciosa, ligera y con ausencias. Estuvo un rato mas con nosotros y después lo acosté, yo no tardé mucho en hacerlo, en la misma habitación, a su vera, junto a él como un perro acurrucado junto a su amo…, como aquellas noches en el hospital cuando el ictus dañaba su cerebro para siempre.

Y esta mañana me he levantado a las seis, me he asomado por el ventanal de comedor y he sonreído al descubrir un cielo nocturno limpio de nubes…, aunque algunas madrugadoras ráfagas de viento movían los flecos de los toldos. Después he preparado la cafetera y un Cola-cao para mi padre, he estado escribiendo un ratito y a eso de las ocho menos veinte me he bajado a la carpintería, he dado los buenos días a Run-run, cubierta bajo su funda y me he puesto la ropa de ciclista, anaranjada y negra.

He sacado a la Flaca, me he puesto el casco, he conectado las luces y aún entre las últimas sombras de la noche he comenzado a rodar sobre la ciudad, bajo la luz acervezada de las farolas, entre sus avenidas desiertas, ante luces verdes, rojas, a veces del color de la resina prehistórica y parpadeante. A solas, sin apenas tráfico, sin gente cruzando los pasos de cebra, sin personas paseando sobre las aceras…, he seguido pedaleando, sintiendo el fresco contra mis ojos desnudos, sin la protección de las gafas de sol, sintiendo el vaivén de las rodillas, a mi corazón bombeando la sangre necesaria para oxigenar mis piernas y a mis ánimos creciendo con la pedalada.

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Un rugido, un bramido, un foco de luz.

Ha sido lo primero que he oído, un sonido bronco que se acercaba y después un foco de luz que ha salido de una curva, envuelto en ese mismo sonido denso que rodeaba a la rechoncha, gruesa y anaranjada custom con la que me he cruzado…, apenas si he podido verla con detalle, tan solo me he sentido rodeado por ese denso sonido durante unos instantes…, entonces he recordado a Run-run y a esas primeras impresiones que tanto me impactaron cuando monté por primera vez y que eran tan distintas a las que sentía cuando pedaleaba…, como en esos momentos.

El estruendo se ha ido alejando y ha vuelto el silencio, el sonido de los pequeños eslabones de la cadena pasando de una púa a otra de los piñones, la típica resonancia del cuadro de fibra de carbono y el leve murmullo de los estrechos neumáticos del mismo color que esa enorme custom con la que me acababa de cruzar.

La ciudad ha quedado a mi espalda y las pedaladas se han ido sucediendo, rodando ya sobre carretera abierta, entre campos de naranjos, entre parcelas abandonadas y con los perfiles de la Sierra Calderona a la vista, tan conocidos y casi familiares…, tierra de la Bicipalo y de Camino, de Joa y mía.




Poco a poco el sol ha ido ganando altura, pero tímidamente, como fatigado tras estos días de viento y lluvia, de nieves y hielos, como extenuado, como si hubiese luchado contra las borrascas para aliviarnos, para derramar su luz y calor sobre homo…, en esos momentos he soltado la mano derecha y me he puesto las gafas de sol, han aliviado mis pupilas y he continuado observando, contemplando las primeras luces de un día que despertaba a las montañas y que alargaba las sombras.




He atravesado Bétera sin cruzarme con ningún ciclista, de nuevo sin ver a ningún vecino por la travesía…, empezando a sentirme como la única persona capaz de salir a pedalear el día de Navidad, pero también me he sentido vivo y gozoso, casi como si la carretera fuese para mi solo, como si el precioso trazado del camino de las Canteras fuese para mi solo. Estaba disfrutando en mi soledad, parecida a esa soledad del corredor de fondo…, que también lo fui hace unos años, sintiéndome a gusto entre las curvas, entre las umbrías, entre los pinares, entre los arbustos y ribazos que se asomaban al asfalto húmedo y a veces brillante y vaporoso cuando el sol caía sobre él y contra mis ojos. Sintiendo mis piernas cuando me he levantado para encarar el repecho que remonta sobre unas naves cerradas en las que cultivan champiñones, llamada por los ciclistas la “cuesta de los champiñones”.

Poco a poco he ido ganando altura…, ya sentado sobre el sillín y moviendo los piñones de mayor dentado, relajado y ensimismado, pensando en Joa y de nuevo

disfrutando de esa soledad hasta que lo he visto.

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El regalo de Navidad.

Como un fantasma, como un espíritu del bosque…., el zorro ha cruzado la carretera como flotando, apenas si le he visto la punta de la cola y ha desaparecido en el pinar. He girado la cabeza hacia el bosque y la imagen se ha ralentizado en mis pupilas…, he visto las matas de romeros, de lentiscos, los pinos jóvenes, los troncos rugosos de los adultos, los muros de piedra confundidos entre las coscojas…, pero ni rastro del raposo.

He sonreído satisfecho y agradecido por ese regalo de la Madre naturaleza por Navidad, me he sentido una persona especial por haberlo visto, por haber madrugado, por haber pedaleado al amanecer como tantas veces en los últimos años de mi vida…, por poder contemplar ese sol radiante que me ha acompañado de vuelta a la ciudad, de vuelta a esa urbe de hormigón y semáforos…, sin pinares y sin ribazos, sin calma y sin espíritus del bosque.


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martes, 22 de diciembre de 2009

DIARIO DE HOMO: Las primeras nieves, los primeros frios..., una mirada atrás en el tiempo.

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“Las primeras nieves”, así titulaba mi amiga África un post colgado en su blog, colocaba también una fotografía de Simón pedaleando bajo una ligera nevada y sobre una pista completamente cubierta por la nieve…, y esta semana el frente polar se abatió sobre la península, las temperaturas cayeron en picado y la fina lluvia se convirtió en nieve que cubrió las cumbres de la Calderona, las cumbres de los montes de Alcublas, de Requena, de Utiel…, esa misma mañana, mientras salía de la carpintería para levantar a mi padre, miré hacia a ella, hacia la Calderona…, pero me encontré con las fachadas de los edificios, con el muro de mampostería de la vieja cárcel modelo de mujeres reconvertida en colegio publico…, no pude ver esos perfiles tan conocidos pero tuve la certeza de que estarían cubiertos, al final les di la espalda y me encaminé hacia casa. En esos momentos sonó el móvil, era mi amigo Santi y me anunciaba que la Calderona estaba nevada…, yo sonreí, charlamos un rato y colgué, enseguida llegó un sms, era de Pilar, mi ex compañera, también ciclista, pero de carretera y también maestra, como Joa. Me decía que la serranía estaba cubierta y que hacia un buen día para salir con la bici, que saliese yo que podía. Sonreí leyendo sus letras y la llamé, estuvimos hablando, le conté lo mío con Joa, le conté que ahora tenía a Run-run…, y no se lo podía creer. Las noticias de Pilar no fueron del todo buenas, a su padre se le había reproducido el cáncer contra el que había estado luchando el invierno anterior. El injerto de piel en la pierna y la quimioterapia le habían permitido relajarse durante tan solo tres meses…, y me terminó de confesar que no era una buena señal, ella…, que había estado especialmente unida a su padre, veía como el cáncer regresaba como por él.

Sentí un escalofrío después de colgar, sentí el frio contra mis pómulos y entre mis manos, casi sentí el frio y la lluvia, el silencio invernal, la hambruna y el miedo a los hielos eternos…, esos que retaban a homo y al resto de la fauna y flora durante todos los inviernos.

Fui subiendo las escaleras y recordando el invierno pasado, recordando de nuevo el post de África y mis primeras incursiones en los blogs, recordé cuando mi sobrina Águeda me observaba moviéndome entre las aventuras de Noe y su intenso blog “La cabra siempre tira al monte” y su sugerencia.

- Tío… ¿por qué no te abres un blog…?, es muy fácil.

Ella fue quien llevó el cursor hasta la casilla “CREAR UN BLOG” y ahí empezó todo, en esos mismos momentos me inventé el titulo y la dirección, todo improvisado, incluso ese primer post que escribí en la ventana del escritorio.

Y ya hace casi un año y sigo recordando ese invierno lluvioso y frío, mis rutinas cotidianas y las del fin de semana. Los sábados subir a las Tierras Altas a montar con la Bicipalo, a rodar con Los Osos durante el otoño y después a solas durante aquel invierno que ya ha vuelto, esta vez tardío, pero repleto de hielo y nieve…, con estos fríos la Calderona enmudece, se calla y parece quedarse quieta, deja que la escarcha la cubra, deja que la lluvia o los deshielos en las horas centrales, la empapen…, la sabia parece detenerse en los vasos capilares y muchas de sus hojas se van pudriendo en los hondos, en las umbrías. El sol apenas si se eleva y parece planear sobre las montañas, alargando las sombras, hiriendo los ojos, incendiando el horizonte de los ocasos y guareciéndose muy pronto, demasiado pronto.

Recuerdo que salía de Valencia con rostro inexpresivo, conduciendo la ranchera y sin escuchar música…, después pedaleaba a solas por la serranía, me solía encontrar con Antonio y Miguel, dos amigos ya cincuentones pero tenaces e infatigables, charlábamos un poco y continuábamos camino…, remontando la Vigueta, subiendo a l´Abella o bajando desde la Morería hacia la cartuja de Porta Coeli…y después el regreso, el paseo con Norton y Mia…, y vuelta a Valencia, a escribir esas rodadas en el blog y a sufrir algo que me sorprendió mucho…, una súbita angustia, una extraña desazón, un desanimo que surgía con esa misma lluvia, puede que en medio de esas rutinas, incluso que junto a las solitarias y repetitivas rodadas de carretera los domingos de madrugada.

Nunca había sentido nada igual en mis 43 años de existencia…, ahora mismo, reflexionando creo que eran pequeñas muestras de depresión, de fatiga, de cansancio…, y así creo que lo iba confesando en alguno de mis post y en los mail que intercambiaba con la tinerfeña, en ese momento descubrí que esas visitas que indicaba el contador y que tanto me habían influido en el estado de ánimo, no servían de nada si no había una persona de carne y hueso detrás de esas estadísticas que tanto gusta manejar a homo…., y María estuvo ahí.

Casi todos los días mi vida comenzaba con un correo suyo que me deseaba feliz amanecer, me contaba cosas de su día a día, me enviaba enlaces para intentar relanzar mi negocio, me daba soluciones para reparar los desaguisados informáticos, me enseñaba sus trabajos decorativos, sus broches artesanales y sus servilleteros. Sus correos al amanecer se convirtieron en la mejor terapia…, mas allá de los cientos de visitas que ese contador fuese acumulando…, y a Joa le hablo mucho de María, de lo mucho que me ayudó en ese invierno…, que de nuevo asoma, blanquecino y grisáceo, polar y gélido.

Pero las semanas iban pasando, los días grises y húmedos se sucedían…, y sigo recordando ese invierno pasado, las salidas entre semana con la Flaca, después de comer y luchando contra el anochecer para poder llegar con algo de luz a casa, recuerdo que muchas veces tuve que encender las luces…, sobre todo los domingos de madrugada, cuando salía muy pronto para poder regresar a las 10 a levantar a mi padre. Rodadas en solitario, pasando frío, encontrándome a veces con Pilar y su peña, que también fue la mía mientras salimos juntos. Apenas si me paraba unos minutos y continuaba hacia el camino de las Canteras o hacia el alto del Oronet…, después la vuelta, dejar a la Flaca, levantar a mi padre, darle de desayunar y abrir el Pc para escribir un poco o para asomarme al blog a ver como iban las visitas y a ver si alguien me había dejado un comentario.

Y poco a poco los iban dejando, Noe fue la primera, aquel “ya estoy aquí” que me hizo sonreír, que me hizo sentir como si mi Admirada Ciclista, es que me gusta llamar así a Noe…, hubiese dado el visto bueno a mi recién parido “Entre pedales, homos, ciervas y mamuts”. Después apareció María, se empapó del blog y me comentó todos los post que había publicado hasta el momento…, fue alucinante, además compartíamos la misma plantilla y habíamos escrito un post muy parecido, hablábamos sobre el agradecimiento, sobre la humildad, sobre el reconocimiento…, en ese momento ella se convirtió en una mujer muy especial para mi, en una amiga de esas que te hacen sentirte seguro y acompañado las 24 horas del día, en unas de esas personas que sabes que nunca van a fallar…, como África, que un buen día se colocó como seguidora, que un buen día me obsequió con esa foto suya de las coletas, una foto genial que también me ayudó muchísimo…, verlas me hacia sonreír, incluso pensaba en ellas cuando hacia bici.

El invierno fue pasando, poco a poco, lentamente…, la escarcha y los penachos de vaho frente a mi rostro, durante los solitarios paseos con Norton y Mía…, también desaparecieron, los sonidos fueron regresando junto a los primeros calores…, el zumbido de las abejas, el canto de los pajarillos y esos lirios azules que fotografié para “Pedaladas al amanecer”. Ellos me hicieron sonreír, me alegraron, hicieron que durante algunos momentos olvidase los momentos tristes y oscuros del invierno que dejaba paso a una primavera que no terminaba de despertarme, que no terminaba de arrancarme la alegría y el optimismo de otros años. Pero continué saliendo a la sierra casi todos los sábados, continué fotografiándola con el móvil, recordando los momentos para poder escribirlos. Y también los fotografié a ellos, a los vencejos que habían regresado…, aun sonrío al recordar esas sesiones de caza fotográfica en movimiento, los comentarios de los vecinos, sus risas…, que se tornaron en curiosidad cuando les enseñé algunas de las instantáneas, al tiempo que les contaba la alucinante vida d esas aves rápidas y ruidosas que acompañaban los amaneceres de la primavera…, y ella también llegó con la primavera, junto a los comentarios de Goyo, que se asomó curioso y comedido a mi blog, lo primero que le llamó la atención fue la decoración de la Bicipalo. Yo me asomé a “Ars Natura” y se convirtió en una de las experiencias más agradables y relajantes de mis andaduras por los blogs de mis conocidos, sus fotografías me conmovieron. Por aquellos días apareció otro seguidor que se enmascaraba tras el sugerente titulo “Un paseo manchego”…, Anzaga se descubría como otro fotógrafo sensible y rebelde, valiente y que declaraba su blog como “un lugar antitaurino”, aquella declaración de principios me impresionó…, continué visitando su blog, gozando con sus fotografías y con los comentarios que Anzaga dejaba en el mío, en uno de ellos hacia referencia al Renacimiento, yo lo tomé como un piropo, como si me hubiese llamado humilde discípulo de Leonardo o algo así, fue en el post sobre Glenn Miller. Sobre aquellas letras también opinó Josep Julián, llegado desde “La inteligencia de las Emociones” de la mano de María, el mundo de la economía y del coaching irrumpía entre los mamuts y los pedales, al poco también se sumó German Gijón, otro hombre de economía y cuentas, de negocios y empresas…, se sumaba al pequeño número de personas que de entre mas de 10.000 visitas, despuntaron como seres auténticos capaces de opinar, de decir algo, de mostrar sus ideas de manera educada y edificante, capaces de dejar mensajes de apoyo y ayuda cuando me lamentaba en mis post mas lastimeros y tristes…, fueron entre alguno que se me olvidará, Angelita, África, Maleni, Josep Julian, German, Goyo, Anzaga, Celia Boluda…, mi vecina y amiga, ella también veía los vencejos que yo veía y espero que esta primavera podamos seguir viéndolos…, y el ultimo en llegar, René Alsina, al que pido disculpas por no haberle dado la bienvenida como se merece…, esta semana he ido bastante liado de trabajo y aparte me quedé sin pc. Tranquila Mar que no me olvido de ti y de tus crónicas desde Nueva Zelanda, de alguna manera nos hiciste viajar a todos, nos hiciste participes de tu crecimiento personal, de tu experiencia mas allá de tierra santa.

Y con la primavera llegó ella, en un día luminoso, ya cálido pero en el que aún vestía con el pelaje invernal…, Joa se trenzaba los cabellos al tiempo que me preguntaba si había alguna fuente por allí, por el aparcamiento de Porta Coeli…, me fijé en sus piernas y después respondí.

Recuerdo la luz, las largas pedaladas en esos primeros encuentros, mi lucha contra la premura y la ansiedad que me habían acompañado durante los últimos 7 años. No puedo olvidar tampoco el día que Joa apareció por primera vez en las Tierras Altas, estando ya mis padres instalados para pasar el estío, fue el mismo día de la caída con la Bicipalo. Pedaleé dolorido y con las muñecas inflamadas, acompañado por Luther, esbelto y fino, con su piel de color oscuro y su sonrisa simpática…, llegamos al chalé y Joa salió del coche a recibirnos…, aún puedo ver sus piernas, sus cuadriceps abombados, el short vaquero, la camisita azulada y sus largos cabellos cayendo sobre su pecho…, ¡una ciclista con 10 centímetros de tacones…¡¡¡, así es ella.

Tuve miedo de la noche, tuve miedo de los días cortos, de la lluvia…, cuando el verano quedó atrás, pero el otoño fue generoso y distinto, después de varios años compartiendo las pedaladas con Los Osos, abandonaba el clan y pedaleaba junto a Joa, ya no conducía la ranchera con rostro inexpresivo hacia las montañas, hacia la Calderona, en esos momentos montaba sobre Run-run y pilotaba hacia casa de ella, dejaba la pequeña custom 125 en el patio interior de su finca y montaba en su ranchera…, pero el invierno llegó

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Hace una semana salimos al monte ya cubiertos con la ropa de invierno, con algo de fresco pero no con los hielos que cubrían la serranía esta semana y el domingo hicimos carretera ya a 0 grados, ella sufrió al principio, no tolera bien el frió pero tomamos unos “cafeses” en un asador y continuamos la pedalada por el camino de las Canteras, entre pinares y entre umbrías en la que la temperatura caía aún mas, pero bajo un sol luminoso, resplandeciente, solitario en un cielo limpio de nubes.

Dejo de teclear y recuerdo que lo peor llegó entre enero y febrero…, este año se suma la crisis, el poco trabajo y los nuevos gastos…, en fin, espero que recordar vivamente esos malos momentos me ayuden a superarlos si es que aparecen o si aparecen otros…, me queda el consuelo de que en breve los días serán ligeramente mas largos, las sombras no se abatirán con tanta rapidez y lentamente el sol irá ganando altura, dejará de provocar destellos entre los claros y las sombras cuando rodamos bajo los pinares en la Calderona y las aves migratorias irán regresando con sus vuelos rápidos y sus trinos, buscando los nidos y huecos del año pasado.



sábado, 5 de diciembre de 2009

UNA SENSACIÓN, UNA PERCEPCIÓN, UN SENTIMIENTO..., ANTE EL MENHIR DEL CANTAL.






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La pantalla del portátil mostraba el mapa descargado desde su inseparable GPS, una imagen blanca y brillante que llenaba el perfil de Joa con esa misma claridad. Sus propios rasgos, sus pómulos, la nariz, sus labios, su frente..., podrían ser las curvas de nivel, los hondos y las crestas, las sendas y los caminos que a ella fascinan y hechizan..., estaba descargando del GPS la ruta del domingo, manejando el ratón y observando todo el trazado.
-Ah... ¿sabias que la piedra es un menhir rodeado de asentamientos ibéricos...? -musitó apartando sus ojos del PC y mirándome con una sonrisa.
- ¿Qué...?.
- Si..., me lo dijo un compañero del colegio, yo no lo sabía.
Me recliné en la silla y suspiré..., unos segundos después sentí como mi piel se erizaba y como me invadía una súbita excitación.
- Joder..., pues yo no lo sabía..., pero cariño, creo que intuí algo..., el Cantal siempre me ha provocado unas sensaciones extrañas..., sobre todo la primera vez que llegué hasta allí tirando de mapa militar y a solas..., y es un menhir -murmuré- cariño, me gustaría volver este “finde”.
Joa sonrió, soltó el ratón y rozó mi barbilla, me miro a los ojos y asintió.
- Bien..., pues repetimos, pero eso de arrastrar a Camino por la pedrera...
- No..., tranquila que volveremos por otro sitio.
- Mejor..., hala, a ver su guardo esto y fem el soparet.
Volví mis ojos hacia la pantalla y vi de nuevo esas líneas de nivel, las cotas, el trazado de las ramblas y de los barrancos, los cantos rodados que las inundaban, inmóviles y silenciosos, los terraplenes que las avenidas habían erosionado durante miles y miles de años..., pedaleaba solo, consultando el mapa militar cada centena de metros, parando en los cruces y tratando de encontrar referencias. En aquel cruce volví a detenerme, volví a consultar y decidí girar a derechas..., hace ya más de ocho años de aquella pedalada en solitario por los áridos montes de Lliria y recuerdo que giré a derechas, según marcaba el mapa militar a escala 1/50.000. Di unas pocas pedaladas, fui virando a izquierdas, descansando con la ligera pendiente que atenuaba la pedalada y entonces descubrí aquel llano escondido, una planicie que se inclinaba dulcemente hacia el este, cubierta por un pasto verde y vivo, disperso pero que en la distancia surgía lleno de vida y de color en medio de aquellos caminos blancuzcos, en medio de aquellas ramblas grises y pétreas, en medio de las matas leñosas y espinosas que sobrevivían sin agua..., y que me habían acompañado durante toda la ruta y que habían fijado en mi mente esa sensación de aridez y dureza que en esos momentos se disperso ante la visión de aquella piedra que surgía en medio de la pradera, rodeaba de colinas, como escondida tras ellas.
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Eché pié a tierra, imagino que bebí algo y la observé, no puedo recordar que sentí exactamente en aquellos momentos, pero si se que me quedé allí, en medio de ese paraje tan especial durante algún rato, observando la piedra que apuntaba al cielo, gris y aguzada, como a punto de despegar..., y rodeada de esas hierbas serranas, de cortos tallos, como fieles y sumisas a la eterna roca.

Consulté otra vez el mapa y descubrí que ese lugar estaba marcado como El Cantal..., realmente casi todos los rincones de la serranía tenían nombres, cada colina, cada estrecho, cada rambla, cada collado..., El Salto del Caballo, el Collado del Lobo, el Collado Rojo, el Llosar, Cometa, Cugé, La Murta..., ¿el Collado Rojo...?, ¡claro...!, lo recordé en ese momento, era la franja de rodeno que afloraba a mitad de descenso desde el Alto de Romero hacia el barranco de Albalat, girando a izquierdas y viendo ante mis ojos aquella tierra roja que remataba un pico con unas pequeñas ruinas tan ocres y coloradas que parecían haber surgido de forma natural del mismo pico...,




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...pero allí no se veía ningún cartel, ningún indicador, no había ningún lugareño al que preguntar..., pero desde luego estas montañas habían estado habitadas, las gentes se habían movido por ellas y habían ido bautizando cada entorno, cada enclave, cada piedra, sus escasas fuentes..., las habían caminado y conocido, dormido en ellas, cazado y cultivado..., y también habrían muerto en ellas...., pero ellas continuaban ahí, rodeándome, la piedra también, quieta, inmóvil, aquel curioso lugar en el que algunas pequeñas rocas grises destacaban sobre el pasto, estaban fuera de lugar y daba la sensación de que alguien las había llevado hasta allí, de que en algún momento habían sido utilizadas..., como para tender uno de los ribazos que corría a mi izquierda, como los otros que subían la montaña y se perdían entre la maleza, entre el pinar que crecía hacia unos peñascos también grises.

Volví a montar, repasé otra vez el mapa..., imagino que eché una última mirada a esa piedra, a aquel lugar tan especial y volví a pedalear. A los pocos metros me encontré con una pista que trepaba recta hacia la cumbre de otra loma, sin zig-zags, sin curvas..., era la misma que Joa y yo estábamos subiendo el domingo de la semana anterior y estaba destrozada, tan solo un tramo de tierra roja en las primeras rampas se había mantenido firme, el resto era una auténtica cantera, un canchal de roca suelta que terminó por abatir a Joa, a mi también, al final eché pié a tierra y decidí subir empujando a la Bicipalo, una pendiente del 18% y sobre miles y miles de piedras erosionadas y arrancadas a las montañas por las lluvias y los hielos de los últimos ocho años..., eran un riesgo innecesario para mis músculos.
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Coroné la última loma, dejé a la Bicipalo tumbada sobre las piedras y bajé a buscar a Joa, estaba al otro lado de la montaña y cuando llegué hasta ella se negó a dejarme a Camino.

- Pero chica...
- Que no, Camino es mia y la arrastro yo.
Y siguió tirando de su bici por el manillar, remontando sobre la pista convertida en una estrecha lengua de rocas, de cantos, de piedras sobre las que resbalaban nuestras zapatillas..., llegamos a la cima y vi a Joa algo blanca, un poco mareada y buscando sus botellines de agua. Poco a poco fue recobrando el aliento y miró en derredor.
Se escuchaba el zumbido de los insectos..., solo eso y el cielo parecía muy cerca de nuestros cascos, allí arriba, en el Collado del Lobo, en una cima de vegetación rala, sin pinares ni alcornocales, solo aromáticas y espinosas, lomos de roca grisácea, gravas, arbustos y ese silencio que nos envolvía hasta que Joa murmuró.
- Es que esos barrancos de ahí abajo me sofocan..., y por mas que quería no podía seguirte.
- Cariño, es que ayer nos dimos un buen tute.
- Si será eso..., desde el viaje a Finisterre no había doblado días de bici..., y doblar días de bici contigo es demasiado, cariño, demasiado para mi.
Imagino que nos besamos, después nos dejamos caer por la serpenteante pista que desciende hasta la rambla del barranco de Albalat..., y justo una semana después le proponía de nuevo, volver al Cantal, repetir la ruta, volver a ese prado del que emergía el menhir como si una curiosa y caprichosa fuerza tectónica hubiese fracturado la roca, como si la hubiese tallado para luego empujarla desde las entrañas de la serranía hasta que su vértice surgiese para apuntar al sol, hacia las estrellas de las silenciosas y solitarias noches serranas..., pero parece que no fue así, pero fueron los humanos, los pobladores primigenios de estas montañas los que excavaron en esa tierra para hincar la piedra hacia la que Joa y yo volveríamos a pedalear el sábado siguiente.
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El Cantal.

Giré la cabeza y vi a Joa pedaleando sin desfallecer...,


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...ya habíamos dejado a tras la vía de servicio, también los chales y las casetas del Pla de l´Arc, las fincas de naranjos, el Mas de Moya, las rampas blanquecinas y resecas de las Boqueras..., y pedaleábamos hacia el Alto de Abanillas, pedaleando hacia el menhir, siguiendo el camino que también lleva a Alcublas si tocar asfalto, atravesando los escasos pinares que sobrevivieron a los incendios de los años noventa y envueltos en los aromas de la aromáticas, rodeados de montañas grisáceas, cubiertas de espesos arbustos, de coscojas y aliagas, de plantas de esparto espigadas y de cadáveres retorcidos de pinos calcinados.



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Miré hacia las montañas, las volví a ver una tras otra, peladas y casi como desnudas, pétreas y duras, hoscas sin una belleza cromática que alegrase la vista de esos horizontes ondulados, sin los mantos verdes que suelen difuminar la luz del día, sin los tonos ocres o amarillos del otoño, de los primeros días de invierno..., volví la vista a la pista, al camino de tierra, a las rueda delantera..., justo un poco antes de descubrirla ahí delante, enroscada junto a una piedrecilla. La esquive, desmonte y me acuclillé frente a la pequeña víbora áspid o puede que fuese una culebra viperina..., no lo tuve claro, pero le hice dos fotos mientras Joa me las hacia a mi.



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Continuamos ascendiendo, ganando altura, volviendo a contemplar los horizontes azulados y distantes del Camp del Turia, las serranías de Utiel y Requena, las abruptas formas de los Serranos..., montañas y cerros, cimas y collados, picos y altos hacia los que rodábamos girando a derechas, a izquierdas, remontando y a veces dejándonos caer durante unas decenas de metros, recuperando el aliento y volviendo a sentir la calma y la soledad de estos parajes, descubriendo caminitos y sendas que se movían entre las ramblas, entre las laderas y que conducían a pequeños campos de olivos, a pequeñas terrazas de tierras amarillentas o blancas.

Viré a izquierdas, subí otro piñón y fui encarando la última rampa hacia el alto de Abanillas..., después doblando a derechas, saliendo de la protección de la montaña y entonces una ráfaga de viento me dio en el rostro, en el pecho, en los antebrazos desnudos..., me provocó un escalofrio y levanté la cabeza, vi un cielo despejado, con las estelas como congeladas de los reactores, de nuevo los horizontes azulados, allí abajo..., y descubrí que la excitación de esa tarde en la que Joa me había dicho que la piedra del Cantal era un menhir, había desaparecido, no se porqué..., pero tampoco le di mayor trascendencia, seguí pedaleando, volviendo a virar a derechas, remontando un repechito, girando a izquierdas y saliendo a la pista que subía por mi derecha desde la cuesta de la Sardina y por la derecha desde la Masia de Abanillas.

Desmonté, eché un trago de isotónica y miré hacia las montañas que nos cerraban el paso hacia el Cantal, por encima de ellas se podía ver el pico de Montemayor a 1015 metros de altitud, con su torre vigía y la cicatriz del cortafuegos a su derecha..


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La pista descendía hacia Abanillas, daba un giro a izquierdas, otro a derechas y se perdía de vista hacia esas montañas, hacia el Collado del Lobo.

Joa paró junto a mi, echó pié a tierra y sonrió buscando su botellín.

- Que diferencia de hoy con la semana pasada..., he subido sin enterarme.

Le acaricié la mejilla y esperé a que bebiese..., pude sentir su piel entre las yemas de mis dedos, el hueso de sus pómulos..., vi mi mano tocando su faz, percibiéndola..., su mirada, el guiño reflejo de sus parpados cuando mis dedos pasaban cerca de ellos o sobre sus finas cejas..., lo vi tan delicado y frágil que no pude evitar pensar en la violencia de genero, en los hombres que apalizan a las mujeres, en los hombres que rompen esos rostros a golpes, en quienes son capaces de torturarlas, de humillarlas a diario, de hacerlas sentir como seres despreciables sin dignidad y cuyo único sentido de la existencia es el de servirnos hasta la muerte..., lo único que las dignifica, según ellos.

Joa sonrió, encajó su bidón y se estiro hacia mi..., me besó y noté el agua empapando sus labios, su respiración aún algo acelerada.

- Mira cariño, se ve Montemayor... -susurró ella.

- Si..., recuerdo que era lo único que reconocía cuando exploraba estas tierras a solas y con el mapa militar..., siempre me impresionan, esas montañas de ahí delante, quiero decir..., parece que cierren el paso..., pero mira, luego te vas acercando y vas descubriendo que puedes moverte entre ellas..., es como la vida misma..., a veces nos desborda con hechos que nos parecen demoledores pero luego, si no sucumbes y vas aprendiendo con los años, descubres que la apariencia es una cosa y la realidad otra.

- ¡¡¡ Ayyy, mi literato Azorín...¡¡¡.

Joa me sujetó por la nuca y pego sus labios a los míos.

- En todo caso..., literato Pedrín ...- logré farfullar con la lengua liada.

- Vamos al Cantal cariño..., que me siento muy bien.

- Venga, vamos allá.

Volvimos a montar, dimos unas pedaladas cuesta abajo y rodamos hacia la Masia de Abanillas. Quedó a nuestra izquierda, en lo alto de una loma desde la que se podrían divisas sus tierras, los mismos campos de almendros que quedaban a ambos lados de la pista, entre los muretes, entre los ribazos que parcelaban las tierras robadas por homo al monte, a la serranía. Pude distinguir sus paredes encaladas y un reloj de sol, Joa tiró unas fotos y seguimos perdiendo altura mientras Montemayor quedaba fuera de nuestra vista y el Collado del Lobo parecía crecer mientras nosotros atravesábamos el barranco del LLosar. Una veta gris y pedregosa que partía la pista forestal, que serpenteaba repleta de gravas y cantos arrancados durante miles y miles de años a los estrechos, a las gargantas, a los barrancos por los que el agua había discurrido muchos antes de que por estas tierras se escucharan las primeras voces humanas.

Cambié al plato mediano, subí un par de piñones..., giré la cabeza, vi a Joa cruzando la rambla y continué pedaleando, ascendiendo, recuperando la altitud perdida en el descenso, rodando con el LLosar a mi izquierda, echando miradas a su cauce seco y retorcido y descubriendo las primeras notas de color, las primeras señales de esa agua escondida en medio de estas montañas secas, sin apenas umbrías, con pocas fuentes. Las hojas amarillas de algunos jóvenes chopos se movían con el viento que soplaba de vez en vez.

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Crecían ahí, entre los guijarros, entre los cantos, entre los restos de la erosión milenaria..., en medio del silencio tan solo contaminado por el murmullo de los neumáticos sobre la tierra, por mi respiración y por mis pisadas sobre la pendiente cuando paré y eché pie a tierra frente a unas ruinas que se asomaban al barranco, frente a una cueva artificial que horadaba el talud.

Resbalando sobre la tierra suelta y arañándome contra los arbustos llegué hasta el cauce del barranco, me quedé quieto observado la roca gris, sus formas suavizadas, redondeadas..., incluso descubriendo un pequeño surco excavado en ella que conducía a una diminuta poza, un huequito en la losa lleno de agua...,


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...líquido en medio de aquella aridez, un trago de vida que habría bebido sin dudar si llevase días sin beber, vagando perdido por estas montañas..., sonreí ante sus destellos y me pregunté si bajo mis zapatillas, si bajo estas placas de roca aún corría algún río subterráneo, si esa agua que había cincelado estas torrenteras, estas ramblas, estos barrancos..., aún estaba ahí, enterrada, discurriendo entre hoquedades, entre sifones y pozas sumidas en la oscuridad y en el silencio eterno.

Después trepé hasta el covacha y vi de cerca los pequeños cantos apelmazados entre la arcilla, entré, descubrí los carbones de apagados de una pequeña fogata y me sorprendió no encontrar ningún graffiti ni manchas de hollín en el techo..., ese barranco estaba demasiado lejos de cualquier chalé, de alguna urbanización desde las que los adolescentes pudiesen salir en sus bicis para divertirse en la gruta.


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Un documento excepcional, imagen real de un auténtico


Homo bicicletecus asomandose fuera de su cueva



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Bajé al barranco y remonté junto a las pequeñas ruinas de lo que debió ser una especie de molino, una balsa rodeada de brozas y arbustos surgió junto a ellas..., desde la pista no la había visto. Miré en derredor, escuché el silencio y volví a observar esos restos de presencia humana reciente. Imaginé que podrían extraer gravas del barranco, agua para las caballerías, arenas para la construcción, para los morteros con los que sellaban y aseguraban los muros de piedra.

Regresé a la pista y me encontré con Camino junto a la Bicipalo, al ratito vi a Joa destrepando una loma.

- Es que me meaba.

- Besitos, besitos.

Después separé mis labios de los suyos y dije.

- Hala..., a ver el menhir, que lo tenemos ahí al lado.

- ¡Al menhir...!.

Volvimos a montar, rodamos un rato mas y nos desviamos a la derecha en un giro muy cerrado, remontamos un suave repechito, perdimos de vista el barranco del Llosar y frente a nosotros surgió la piedra, el menhir..., en medio de esa pradera ligeramente inclinada hacia los pies de un cerro cubierto de matorral y con su cima plana y alargada. Tiznada de un verde tímido, sin brillos, sin florecillas y moteado con piedras grises esparcidas como si fuesen los restos de una enorme talla, los vestigios de algunas construcciones que hace unos 6000 años rodeasen a ese monolito aguzado que apuntaba al cielo..., un verde que recordaba a las Tierras Altas, a entornos distantes en el tiempo, en la historia de estas montañas pero presentes en forma de sensaciones, de percepciones, de sentimientos..., en formas de unos leves escalofríos..., que ese día no percibí.


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Suspiré algo triste, algo defraudado por mi mismo. Toda la excitación y la emoción de esa tarde en casa de Joa cuando me dijo que la piedra era un menhir habían desaparecido..., me encontré como distante, sin la sensibilidad suficiente para percibir lo que allí acaeció hace miles de años, sin la percepción necesaria para recibir la magia del lugar, del entorno, del paraje.

Echamos pie a tierra y caminamos junto a las bicis hasta el monumento. Joa dejó a Camino sobre el pasto de estrechos tallos y poco tupido, unas hierbas que parecían empeñarse en crecer en esas tierras secas para que la piedra gris destacase sobre ellas, como si fuesen sus acólitos eternos, las hijas de las mismas que pisaron aquellos que tallaron la roca, aquellos que la arrancaron a la montaña y que transportaron hasta allí, los mismos que excavaron y que la hincaron en mitad del prado, a la falda del cerro elevado en el que se asentaron aquellos íberos que habitaron estas tierras.




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Joa rodeó el menhir y la faltó tiempo para trepar..., me miró y posó como una sacerdotisa, como una druida, como una mujer que formaba parte de la montaña, de la tierra, de la piedra..., después me coloqué yo, toqué la roca, la observé, vi su superficie rugosa, con algunas pequeñas matas crecidas en sus grietas, vi su piel áspera, repleta de pequeños cráteres, de agujeritos y me pregunté si siempre fue así, si en algún momento aquellos canteros pulieron su superficie, si en algún rincón, si en alguna de sus facetas quedarían las huellas de alguna inscripción, alguna marca, alguna señal..., pero fui incapaz de buscarla y volví a sentirme decaído, abatido, tan moderno, tan de ciudad, tan insensible, tan lejos de las visiones que podía vivir un chaman, un hechicero..., tan distante de las vibraciones que podría reconocer un médium.


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Solo percibía el silencio, el soplo fugaz del viento, el muslo caliente de Joa junto al mío cuando nos comimos unas barritas, al menhir contra mi espalda.

- Cariño..., si esto es un menhir, lo debieron traer de allí arriba... -murmuré señalando hacia unos peñascos grises y fracturados- bueno, creo que eso sería lo lógico, ¿no...?.

- ¿Es que nunca paras de pensar y de hacerte preguntas...? -respondió Joa acariciando mis mejillas.

- En el colegio nunca preguntaba nada, daba igual que no entendiese lo que explicaba el maestro..., pero ahora parece que voy siendo capaz de levantar la mano y preguntar.

Joa volvió a sonreír y apoyó su cabeza contra mi pecho..., la abracé y estuvimos así un rato, bajo el sol, apoyados contra el menhir..., en silencio, a solas..., hasta que llegó una furgoneta con dos cazadores, soltaron a dos perros que enseguida vinieron a olisquearlos. Observamos a los hombres, bajaron hasta un pinar de repoblación, anduvieron ojeando entre los tomillos, entre las resecas matitas de cardos y se marcharon. Regresó el silencio, la soledad..., al rato volvimos a escuchar el rumor de neumáticos sobre tierra, el sonido metálico de los remolques de los perros al rebotar contra los baches del camino..., es un sonido especial, lo he dicho otras veces, no se escucha el motor, solo ese crujido continuo y entonces caigo en la cuenta de que ellos no saben que estas ahí, tu los observas como si fueses el ultimo morador de la serranía, como su fueses el último cromañón, el ultimo cazador-recolector que habitó estas montañas, libre, sin fronteras, sin identidad, sin ataduras..., tan solo las del hambre, las de la sed, la del cobijo nocturno..., con tan solo las ataduras que imponía ella, la Madre.

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El camino de la Murta.


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Echamos una última mirada al menhir, volvió a quedar solo, ahí en medio de la pradera rodeada de cerros vigilantes, ahora desiertos, inhabitados, silenciosos..., montamos sobre La Bicipalo y Camino y fuimos rodando hasta dar con el asfalto del camino de la Murta.

- La primera vez que estuve aquí me perdí -confesó Joa- vi el asfalto y no me imaginé que esto era el camino de la Murta, daría de vueltas..., en mi mapa no salía como carretera.

- En el mío salía como una línea roja..., que ahora seguiremos hacia la Caparrota.

- A la fuente.

- Mismamente.

Giramos a derechas y fuimos remontando un repechito sobre un asfalto viejo y parcheado, sin tráfico, solitario y atravesando campos de almendros encerrados entre muretes levantados con lajas de piedra amarillenta, pero colocadas de canto. Formaban hermosas vistas, vistas centenarias, filos de piedra casi decorativos que envolvían esas terrazas que se sucedían a distintas alturas, entre campos cultivados sobre el propio perfil del monte de tierras claras y de relieves abruptos, entre barrancos de poca profundidad, entre taludes horadados por los abejarrucos, entre pinares que surgían apretados, que se dispersaban y que desaparecían ante los ribazos de los cultivos.

Fuimos remontando, ascendiendo sobre el rugoso asfalto, contemplando las ruinas de algunas parideras, de humildes casetas abandonadas y escuchando el gorjeo de una fuentecita cuando paré a esperar a Joa. Después continuamos pedaleando, descubrimos los restos a nuestra derecha de la Casa Vergara y poco después giramos a derechas, volvimos a rodar sobre la tierra, aún ganamos mas altura, algunas de esas casas quedaron al lado de la pista, asomadas desde sus muros de piedra grisácea, cerradas con ventanas y portones de madera decolorada, acerrojadas con pestillos tan viejos y agrietados como las vigas escondidas bajo las tejas..., solitarias, calladas, sin luz durante las noches, sin luz durante el día, sin humos emanando de sus chimeneas, sin aromas flotando en derredor, sin los cantos al amanecer.

La pista se inclinó un poquito y Joa me avisó.

- Es aquí, cariño.

Miré a mi derecha y descubrí la Fuente de la Caparrota a ese lado, frené, di la vuelta y desmonté junto a ella. Observé el largo abrevadero, las huellas de pezuñas en la tierra y el limo, las algas poblando el canalillo, el color blanco demasiado luminoso en aquel entorno y recordé una de esas salidas que hacia con mi amigo Martín, también llamado Luther o Wengue. Llegamos hasta aquí acalorados y sedientos..., y nos encontramos con dos chicas que no se atrevían a atravesar la nube de avispas tan sedientas como nosotros, para llenar sus botellas. Martín dio un salto hacia atrás cuando los primeros insectos zumbaron cerca de su piel, recuerdo que sonreí, pasé entre ellas y fui llenando como un invitado mas.


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El viento rizó el agua del abrevadero, levantó alguna nubecilla de polvo y se marchó sin traer nada, ni voces ni olores..., solo el zumbido de algún pinar cercano, encaramado entre las laderas de las cotas que envolvían el poblado de Maria de Camarases. Contemplamos las ruinas, los corrales vacíos, las casas dejadas a su suerte, los campos que fueron trabajados y mimados décadas atrás..., miré por encima de la fuente y me pareció maravilloso que de ese monte, que de esa tierra, que de sus entrañas manase el agua que dio vida a este asentamiento, a sus animales, a sus cosechas, a sus hombres, mujeres y niños.


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Montamos de nuevo, otra vez pedaleamos entre esas ruinas, entre los campos olvidados y casi abandonados que pueblan estas serranías deshabitadas y fuimos remontando, sorteando mas campos, mas pinares, mas terrazas y bancales que la vegetación salvaje ya había colonizado lentamente, sin ruido ni algarabía, sin expropiaciones y sin embargos..., muy despacio y por derecho natural, sin dolor ni daño.

La pista fue virando a derechas, enderezándose hacia arriba..., resoplé y fui dando pedales, trepando, ascendiendo hasta que el horizonte se terminó durante unos segundos en el Collado del Lobo..., el viento dio contra mi rostro, me espetó y el matador giró sobe sus cuartos traseros, se escabulló entre las coscojas, entre las carrascas y trotó entre los barrancos y estrechos, sobre la roca y entre las matas aromáticas que impregnaban su hocico y su pelaje pardo y áspero, de olores serranos..., un olor distinto al que olfateo alzando el hocico negro y húmedo.

El lobo volvió a deslizarse entre los matorrales y se asomó a la pradera desde la loma, volvió a olisquear y distinguió la humareda de una fogata, percibió el olor de la carne cruda y escuchó las voces de los humanos. Muchas voces alrededor de una enorme piedra que movían lentamente con cuerdas de esparto y con troncos, con ramas arrancadas al bosque..., vió como poco a poco se alzaba, como quedaba medio hundido en la tierra, como apuntaba al cielo, al cosmos, al universo..., volvió a olisquear y fue bajando la loma serpenteando, parando y escuchando, oyendo las voces cada vez mas cerca, sintiendo el olor de la carne con mas intensidad, el olor de los homos también, su griterío ante la piedra erguida..., y el sabor del jabalí muerto cuando hundió sus caninos en ella.

La pierna del gorrino colgó de sus fauces, los poderosos músculos de su cuello la alzaron y se lanzó contra el bosque. El matorral crujió con su embestida, llenó su pelambre de hojitas marchitas, de pequeñas ramas partidas, quebradas y fue remontando, alejándose del prado, de los cerros de homo..., internándose en la espesura que ellos aún temían, ahí donde el bosque se cerraba, donde se hacia denso, impenetrable, íntimo.