Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

sábado, 24 de abril de 2010

"EL VIAJE AL PODER DE LA MENTE", por Eduard Punset.


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   Parecía tan evidente que el sol giraba en torno a la Tierra, que la Luna era una especie de pálida esclava de la Tierra, que el cielo nocturno y sus puntos azules orbitaban alrededor de la Tierra…., que los hombres eran el centro del universo, que cuando Copérnico probó lo contrario la sociedad de la época se convulsionó, por lo menos la parte de esa sociedad que se enteró, imagino que los pobres, que los braceros o los que vivían en chozas miserables continuaron malviviendo igual. Para ellos el sol seguía saliendo y poniéndose igual que siempre, las estrellas seguían allí y el hambre y la miseria también…., pero para esos otros que renacían, que volvían a preocuparse por el arte y la cultura, para señores, hacendados y nobles, fue un descubrimiento que les sumió en la confusión, si ya no eran el centro de la Creación, entonces, ¿que era el hombre y su inteligencia sin parangón?.
   Eduard Punset comienza su último libro con Copérnico y con lo que supuso su descubrimiento para la época, para el pensamiento y para la concepción del hombre en si mismo, para saber que lugar ocupaba en el espacio…., realmente ninguno, parece decirnos el autor cuando titula ese primer capitulo como, “Viajando a 250 kilómetros por segundo hacia ninguna parte”.
   Las páginas se van sucediendo y “El viaje al poder de la mente” va perdiendo ritmo y concreción, Punset divaga y me da la sensación de que se aleja del tema, de lo que el titulo de su libro nos hace esperar. El hilo conductor se destensa y deja de tirar del lector.
   Pero con la fe puesta en todo lo que Eduard Punset nos ha contado en otras ocasiones, en sus anteriores publicaciones, con el animo puesto en todo el conocimiento científico que nuestro autor nos ha puesto al alcance de todos nosotros, de una manera amena, sencilla y comprensible…, sigo leyendo y afirmo con la cabeza cuando Punset comenta apesadumbrado la obstinada negación del ser humano para cambiar de opinión, para desaprender, para ver el mundo con sus propios ojos y no con esas lentes superpuestas que nos coloca la sociedad. Cita el recuerdo presente y traumático de la Guerra Civil española, comenta el estancamiento del pensamiento del pueblo en base a los dos partidos mayoritarios. Curiosamente, esa plasticidad mental que tanto fascina a Punset no parece tener efecto en estos recuerdos y dogmas cicatrizados entre las circunvoluciones cerebrales.
   Punset nos habla también de su paso por la política, de su pertenencia al partido Comunista, nos habla de su infancia y de un curioso sonido que partía de su pecho cuando pedaleaba cuesta arriba…, para ahora, desde la distancia, desde los años pasados, desde la experiencia acumulada…, hablarnos de las pautas, de las costumbres de homo, de los hombres y nuestro cerebro prodigioso, aunque parece que profundamente imperfecto, quizás porque nuestro cerebro es ciego y sordo. Tras su bóveda craneal, en la oscuridad absoluta se limita a componer el futuro con los retazos del pasado, que a su vez reconstruye y reconstruye cada vez que evocamos un recuerdo.
    No es hasta el capitulo 9 cuando nos encontramos con el titulo del libro, “El viaje al poder intimo de la mente”, en él nos habla de la dependencia absoluta de la mente antes que de nuestras aparentes convicciones. Se sorprende de nuestra dependencia del subconsciente, de las intuiciones ante la razón, ante la reflexión, de lo instintivo ante lo reflexivo.
   Y es hacia el final del libro cuando Punset vuelve a entusiasmarse, cuando nos habla de biología, de algunos descubrimientos científicos que le fascinan y que le hacen imaginar un futuro de la humanidad mas llevadero, saludable mentalmente y mas sostenible energéticamente si consiguiésemos imitar a la Elysia clorótica, definida por el autor como “un fascinante animal-planta capaz de hacer la fotosíntesis”.
  Y realmente esta babosa marina es fascinante, su forma de obtener energía te deja boquiabierto y por unos instantes crees que ese animal es la creación de un autor de ciencia-ficción, pero no es así.
  Punset nos cuenta como este ser se alimenta de algas marinas, en concreto de la Vaucheria littorea, durante unas dos semanas. Durante ese tiempo la babosa marina habrá ido asimilando los cloroplastos del alga, esos orgánulos fundamentales para realizar la fotosíntesis, ese mecanismo limpio por el que las plantas obtienen su energía, limpia, sostenible e infinita…, que solo existe en el mundo vegetal y entre las bacterias. ¿Cómo es posible que un animal pueda realizar la fotosíntesis y vivir durante un año sin alimentarse mas que con la luz solar….?.
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   Eduard Punset nos lo cuenta de manera sencilla, simple y fácil de comprender…, en ese momento nuestro autor parece sonreírnos, como lo hace desde la contraportada del libro, para después apartar la mirada y dejarla vagar hacia el sol en un alegato a favor del ecologismo, a favor de la investigación que nos permita imitar a la Elysia en la obtención de su fuente de energía, a favor de imitar a la naturaleza…, incluso llega a murmurar la idea utópica de que la depredación desaparecería al alimentarnos de la luz y del aire…, para eso nos hablará también del león y la palmera.
    “El viaje al poder de la mente” no tiene el ritmo ni el gancho de “El alma está en el cerebro” ni de “Por qué somos como somos”, del mismo autor, es algo lento y a veces poco fluido…, pero no por eso deja de ser una lectura recomendable. Punset siempre nos aporta el conocimiento que le trasmiten los investigadores y científicos con los que se entrevista, en ese afán de dar la oportunidad al pueblo de formarse, de acceder al saber que solo estaba reservado para estudiantes o para personas con cierta formación cultural.
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   Uno puede sentir como Eduard Punset está plenamente convencido de que la humanidad podría virar a mejores sociedades si todos fuésemos capaces de desaprender, de arrojar de nuestras mentes los dogmas y las manías arrastradas de nuestro pasado, de la experiencias traumática de otros. Si todos dedicásemos unos minutos al día a tratar de conocernos un poco mas, a tratar de ver el mundo desde los ojos de la ciencia sencilla, a tratar de reconocer por fin y de admitir que no somos el centro de la Creacion ni del universo.
    
 
   
   

domingo, 18 de abril de 2010

ENTRE BRUMAS Y NUBES BAJAS, PEDALADAS BAJO LA LLOVIZNA.


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Las Montañas Azules volvían a ser grises, a desaparecer tras las brumas y las nubes bajas, tras esa humedad que volvía a empaparlas como durante muchos de los fines de semana del invierno pasado, como cuando los hielos y las nieves las cubrieron durante casi una semana…, hasta que en marzo parecieron disiparse, hasta que las primeras amapolas se asomaron rojas y delicadas entre la vivaz hierba que brotaba con las temperaturas mas suaves, con un sol que resplandecía cada madrugada y que ya me acompañaba cálido y generoso en las rodadas por la Calderona…, pero este sábado las montañas volvían a ser grises, a estar empapadas, como vestidas por unas tenues telas que deshacían en forma de gotitas contra mis brazos, contra mis piernas, contra el chasis manchado de barro de la Bicipalo.
   Las pedaladas de siempre, entre los grandes charcos de la pista que atraviesa la finca de La Torre, remontando hacia el camino que asciende desde área recreativa de Porta Coeli y que se interna en la serranía, separándose en ramales, bifurcándose en cruces, derivando hacia sendas que terminan perdidas en el monte o descendiendo hacia barrancos estrechos y cubiertos de matorrales y roca desgastada.
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   Las gotitas seguían cayendo, formando circulitos en los charcos o creando machitas sobre la tierra que durante unos instantes reflejaban el gris del cielo, la débil luz de un día de otoño perdido en la primavera. Así me he sentido, como fuera del tiempo, como si el verano ya hubiese pasado y como si el otoño se asomase de nuevo con sus lluvias, con sus colores apagándose y con el silencio enterrando el canto de las aves que llamaban a la primavera…, a esa que cubrían las nubes y los vapores fríos.
   Me he vuelto a encontrar con lo lirios crecidos en los taludes rocosos del camino del Campillo, ya eran numerosos, mas azules que blancos y ya algo marchitos, también con las jaras y sus margaritas lilas dejándose deshojar por la llovizna, también con los tomillos en flor, bajitos y como esponjosos…, y con algunos ciclistas a los que he adelantado, saludando y pedaleando con fluidez, sintiéndome bien, percibiendo como las piernas movían los pedales relajadamente, viendo la lycra empapada y observando como las gotitas de agua deformaban la pantalla del velocímetro y como resbalaban sobre la pelambre rojiza del mamut.
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    Me he sorprendido a mi mismo, no me he dado la vuelta al empezar a percibir la lluvia y he continuado pedaleando dentro de la inmensa nube que cubría la serranía, mirando al frente y observando esa niebla que todo lo volvía gris y apagado, que todo velaba, que todo difuminaba…, respirando, pedaleando, respirando, pedaleando…., contemplando ese gris que empapaba mis pocas ropas, el pelaje invernal que poco a poco iba mudando.
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   De nuevo en la Moreira, jadeando levemente y sintiendo la fina lluvia, sintiendo algo de frío y sin poder ver esas cumbres repletas de pliegues de rodeno que se elevan sobre el paso escondido de la Vigueta…, me he dejado caer hacia la Font del Berro, guiñando los ojos cuando gotitas de barro saltaban hacia ellos despedidas por las ruedas cubiertas de lodo rojizo…., tonos ocres y verdes, algunos amarillos intensos en las flores de las aliagas y de nuevo el rojo de la tierra húmeda, mojada, el musgo reverdecido que cubría los milenarios afloramientos del rodeno.
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   He continuado el descenso en silencio, con cuidado y percibiendo como los neumáticos se iban hundiendo en la tierra empapada, sonando de una forma distinta y hundiendo sus pequeños tacos en una pista que rezumaba agua bajo la presión de las gomas…, y sin dejar de contemplar la niebla, las nubes posadas en las montañas, entre los pinos, sobre el monte bajo, sobre mi mismo…., he ido frenando, perdiendo velocidad hasta parar.
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   Tac, tac, tac, tac, tac…., el golpeteo rápido del picapinos…., lo he vuelto a escuchar, y otra vez, y otra vez, el canto de otras avecillas. Y he sonreído…, allí arriba, en la Morería no se oía nada, por unos instantes he vuelto a pensar que era el silencio invernal, el silencio de sueño bajo la nevada, en las cuevas oscuras y tibias, el silencio de los pajarillos posados, el de la sabia retenida en los capilares, en el de las hojas cubiertas por la nieve, quietas, mudas, estoicas bajo el hielo.
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   He mirado a mi alrededor y he visto la niebla, la llovizna, las nubes bajas…., el gris que continuaba ahí, la humedad…, y he vuelto a montar, a dar unas pedaladas y a dejarme caer cuesta abajo, a sentir como las zapatas iban resbalando sobre las llantas mojadas, como se iban lijando con el barrillo convertido en esmeril, dosificando la presión en las manetas de magnesio y trazando las curvas hasta llegar al barranco de la Gota. He oído el agua discurriendo entre su fondo de rodeno, de guijarros arrancados a la serranía con cada avenida y formando un tímido eco entre las paredes que se han ido levantando a los lados de la pista, de la umbría en la que algunos helechos logran crecer colgados de las pequeñas cornisas que sobresalen de los taludes.
   Y entre el gris, entre la neblina he descubierto un maillot blanco, a otros ciclistas que voceaban cuando atravesaban los grandes charcos rojizos, de agua teñida de rodeno pulverizado tras miles y miles de años de erosión. Que bromeaban y que se han callado cuando les he alcanzado y me han visto la ropa de color marrón, decorada con huellas de animales, cuando han visto a la Bicipalo.
   - No se por que pero el del maillot blanco se va a quedar el ultimo… -he bromeado.
   Hemos ido atravesando los charcos juntos, charlando, escupiendo de vez en cuando el barro que saltaba hasta nuestros labios, rodando juntos y lanzándonos cuesta abajo cuando hemos alcanzado el desfiladero del Portixol, esa subida que yo suelo llamar La Prueba del Hombre.
   Me han adelantado dos de ellos, se han lanzado confiados en sus frenos de disco y yo les he seguido pero dejando algo de distancia, frenando antes que ellos y de nuevo sintiendo la rozadura de las zapatas contra la llanta manchada de barro, trazando el primer viraje a izquierdas, volviendo a guiñar los ojos y volviendo a sentir como las salpicaduras me impactaban en la boca, contra las mejillas, contra las pupilas continuamente barridas por los parpados…, ha llegado otro viraje a derechas. Han vuelto a frenar y yo tras ellos. Apenas si me ha dado tiempo a echar un vistazo a los extensos pinares tiznados de gris, envueltos por esa bruma que continuaba estancada, quieta, como pegada, como un cristal traslucido flotante…, otra curva a izquierdas, algo de llaneo, he vuelto a pedalear y enseguida les he alcanzado, haciendo “eses” sorteando los boquetes repletos de agua y volviendo a frenar cuando alguien a gritado a nuestras espaldas, cuando un voz fuerte ha llegado desde la ultima curva.
     Hemos parado y durante unos instantes solo se han oído las gotas de la llovizna precipitándose contra mi casco.
   - ¡Se ha caído…¡, ¡volver a subir….¡ -han vuelto a gritar.
   - ¿¡No podeis bajar…!? –ha contestado uno de ellos.
   -  Bueno, vamos a subir ¿no…?.
   - Espera coño…, ¿para que vamos a subir si no se ha hecho nada…?, ¿¡no podéis bajar…?!.
   - ¡Le cuelga la piel…! –han contestado
   - Joder…, habrá que subir.
   - Os acompaño –he dicho dando la vuelta a la Bicipalo y al poco de empezar a pedalear cuesta arriba nos hemos topado con el resto del grupo. Uno de ellos se ha bajado de la bici, la ha dejado caer a su lado y se ha derrumbado sobre la tierra mojada de la pista.
   - Échale agua en la herida, échale… -ha dicho uno de ellos.
   - Joder que hostia me he metido…., me he hecho mierda la rodilla, joder, joder… -se ha lamentado el chaval. La brecha se abría justo sobre la rótula, la piel rota y un reguero de sangre que se diluía con el agua del botellín. Sin erosión, sin ningún arañazo…, solo el golpe y la piel cortada, hundida hacia el hueso – ha sido por la mierda de la bici…., joder, hostia…, no puedo seguir.
   - Llamar al ciento doce y que vengan a por él –he aconsejado.
   - ¿Y si bajamos a por el coche y venimos a por él….?, es que he oído que si no estas federado te cobran la ambulancia.
   He vuelto a mirar al chaval, sin casco, sin guantes, con unas bermudas de esas que se llevan ahora para hacer bici, manchadas de barro, de tierra mojada…, sus jadeos, el quejido y todo él caído en la pista, derrotado, sin fuerzas, mojado.
    - A un colega mío vinieron a rescatarlo en helicóptero y no creo que le cobraran los portes –replico.
    - Joder llamar al ciento doce, hostia y que vengan…., joder, es que no puedo mas –ruega el chaval.
   Uno de ellos saca el móvil, marca y empieza a titubear cuando trata de explicar donde estamos.
    - Dame el teléfono…-le pido cuando le veo indeciso y algo desorientado.
    Cojo el móvil escucho la voz del interlocutor y el sonido de las teclas del ordenador.
   - Hola…, mira, estamos en la Calderona, cerca del área recreativa de Porta Coeli…., si, si, área recreativa de Porta Coeli…., en Bétera…., en un sitio fácil, la referencia en la Cartuja de Porta Coeli, coger la carretera que sube desde la base de la OTAN…, si, si, es un camino de tierra pero ancho y en perfecto estado…., a unos 4 kilómetros del asfalto…, tienen que coger una pista ancha que sale a la izquierda del aparcamiento y que sube hacia el Portixol…, si, si, Portixol…., ¿un teléfono…?, espera.
   Me giro hacia el dueño del móvil y se lo paso.
   - Dale el número de teléfono.
   Vuelvo a echar una mirada al chico, esta tumbado, inquieto…, a su lado sigue la bicicleta caída, donde él la ha dejado. Veo las ruedas demasiado finas, la horquilla de suspensión sin apenas recorrido, los frenos demasiado flojos para estas montañas, los puños estrechos y resbaladizos.
     - Pero si el cabron tiene una KTM tope de gama y se viene con esa mierda de bici.
    - La tengo en el pueblo –protesta desde el suelo.
    - Ahí está de puta madre….
    - Eh bueno…, creo que alguno de vosotros debería de bajar hasta el parking y esperar a que llegue la ambulancia para que le diga que pista es…, creo que en menos de quince minutos estarán ahí abajo –aconsejo.
   Sigue lloviendo débilmente, las nubes se siguen arrastrando sin ruido, envolviendo a los pinos, a los matorrales, llenando de gotitas sus hojas, mojando el liquen que cubre las rocas, enmarañando el pelo de Norton y Mia, velando por completo las montañas, engulléndolas, borrando sus cumbres de los horizontes de mi infancia, chocando contra la visera del casco integral, desplazándose sobre el metacrilato mientras Run-run rueda bajo la llovizna, mientras recuerdo la imagen de los destellos anaranjados de la ambulancia y el traqueteo de la bicicleta con la que el chaval paseaba con su novia por el boulevard, dejada caer en la caja de la Pick-up de la Policía Local.
   Sigue lloviendo, las nubes se siguen desgajando y el viento zumba alrededor del casco integral mientras me envuelve el ruido de la pequeña custom 125 regresando a la ciudad sobre un asfalto mojado y gris, tan gris como el cielo, gris, triste, sin luz.
  
 
  
  
  
   
    
    
  

domingo, 11 de abril de 2010

SONIDOS..., en "Diario de homo".


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   No era un sonido, era un canto, el canto de un ave que llegaba desde el cielo…, allá en las Tierras Altas cuando yo era pequeño, un niño que se distraía levantando piedras con la puntera de sus zapatos ortopédicos, buscando escorpiones y escolopendras, contemplando a veces como las hormigas sorprendidas se afanaban en guarecer a sus larvas en los túneles subterráneos, observando ese mundo oculto que se desarrollaba bajo ellas, siempre húmedo y escondido…, aunque el calor del estío resecase el pasto que había brotado con la primavera.
    Pero a veces, apartaba mis ojos de la tierra y miraba hacia el cielo porque lo había oído, había escuchado el canto de aquel ave, que emitía sus trinos y silvidos desde las alturas y no desde las ramas de los pinos, de los algarrobos o de los olivos. Entonces me ponía las manos alrededor de los ojos, como formando una visera o una especie de prismáticos imaginarios y buscaba por el cielo, a veces con nubes dispersas, a veces cubierto y otras despejado y cegador. Buscaba a esa avecilla y sonreía cuando la localizaba suspendida en el aire, aleteando y lanzando sus trinos, quieta allí arriba, como flotando…, hasta que dejaba de batir sus alas y se dejaba caer, se precipitaba en picado, acelerando…, como los halcones que Félix Rodríguez de la Fuentela Tierra”. Yo seguía con la mirada y excitado aquella caída libre, imaginando que se abalanzaría sobre un ratoncillo o sobre otra ave mas pequeña. Y justo cuando estaba apunto de tocar tierra, remontaba y se posaba sobre alguna piedra elevada, sobre algún promontorio…, pero jamás sobre ningún ratoncillo ni sobre ninguna otra ave. Era una alondra y aquella era su danza..., yo no lo sabía, pero continué buscándola en el cielo cada vez que la escuchaba y continué siguiéndola con mis ojos durante aquellos espectaculares picados. me mostraba todos los viernes en “El Hombre y
    Continué, durante mi infancia, con mis correrías por los pinares de las llamadas Tierras Altas, cuando apenas están a algo mas de 160 de altitud, pero para mi era el bosque, la naturaleza, lo mas parecido a lo que veía entusiasmado todos los viernes por la noche. Continué descubriendo sonidos, el canto ronco de los alcaudones, el curioso arrullo de los abejarrucos cuando volvían de África, el graznido serio de los cuervos…, cuervos gallineros como los llamaba mi abuelo materno, el ulular de las abubillas, las llamadas de las aves nocturnas mientras me acurrucaba entre las mantas. Mas de una vez me asomé a la ventana a buscarlos y alguna vez descubrí sus siluetas posadas sobre los cables del tendido eléctrico.
   Es curioso, han pasado muchos años, décadas y esos sonidos me siguen haciendo sonreír, me siguen haciendo levantar la vista buscando a las alondras…., aunque muchas veces desisto porque me duele el cuello o porque me mareo, también sigo buscando a los abejarrucos o quedándome quieto cundo escucho el repiqueteo de algún picapinos. La primera vez que lo escuché fue entre los altos eucaliptos de la Font del Marge…, imagino que me quedé quieto, moviendo levemente la cabeza, orientando las orejas hacia el bosque, pero ya no recuerdo si volví a oírlo. 
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Es un sonido esquivo, fugaz, escaso y cada vez que lo oigo me siento un afortunado, me llena de alegría. La última vez lo escuché junto a Joa, creo que fue la primera vez que lo percibimos juntos.
   La Font del Marge fue mi primer santuario, remontar las cuesta desde el monasterio de Porta Coeli con mi primera bici de montaña, una Conor, era una proeza para mi. Llegaba hasta allí arriba resoplando y rellenaba el bidón con el agua que manaba de aquel pequeño caño…, alegre y satisfecho. 
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Me sentaba y bebía en silencio, observaba los eucaliptos y escuchaba el zumbido de las abejas y de las avispas revoloteando sobre el reguerillo de agua que atravesaba el camino y que discurría hacia el enmarañado barranco. 
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A veces, en días de viento oía como las altas y flexibles copas se rozaban entre ellas, como el viento zumbaba, como emitía sonidos, como susurros y como una vez arrancó una corteza que se precipitó al suelo rebotando entre las ramas. Escuché los chasquidos y la vi caer…, pero enseguida se confundió entre los restos de la hojarasca…, la hojarasca que también me sorprendía en mis excursiones por los pinares.
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   Escuchaba aquellos crujidos y me quedaba quieto, atento, escuchando y alguna vez los conseguía ver…, eran los lagartos ocelados que tomaban el sol y escapaban cuando me descubrían, se internaban entre las coscojas o entre los algarrobos, por eso escuchaba como pisaban las hojas muertas. Sobre la pinocha no se les oía, las frágiles agujas muertas apenas si sonaban bajo las patas del lagarto…, pero a veces eran serpientes las que reptaban escurridizas, podía ver como sus cuerpos desaparecían entre los mismos arbustos o entre los huecos de los roquedos…, entonces el asustado era yo, me quedaba quieto y luego me alejaba ante aquel miedo ancestral instalado en nuestros genes y transmitidos entre aquellos homínidos que siempre tuvieron miedo de ellas, de las serpientes.
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   Pero en los paseos casi al anochecer los sonidos cambiaban, de niño no lo podía hacer. La noche en el campo me daba miedo, los pinares perdían su verde, sus formas, se tornaban en algo oscuro que parecía fundirse con el cielo…, entraba en el chalé con mi inseparable Cometa, una carabina de aire comprimido del 4.5, la dejaba en alguna esquina del comedor, al alcance de mi mano o siempre a la vista. Entonces jugaba con mi hermana Mónica o veíamos la tele junto a mis padres…, fuera, la noche seguía inundándolo todo con su negrura y con los gritos de las aves nocturnas y finalmente amanecía en las llamadas Tierras Altas, muy cerquita de la Sierra Calderona.
    Años después, décadas después, el crepúsculo dejaría de asustarme, hubieron años en los que me provocaría cierta tristeza, como pesar…., por con el tiempo voy viendo el anochecer como algo normal, casi como un respiro cuando el día declina, cuando los ánimos se acallan y uno desea relajarse, terminar y dormir. Pero es cuando ellas se llaman unas a otras, cuando las nocturnas lanzas sus voces agudas que recorren el pinar silencioso y me erizan la piel.
   Fue una de esas tardes de marzo en las que subía desde Valencia con Run-run, terminé pronto y aún me dio tiempo a pasear a Norton y a Mia. El sol ya se ponía por detrás de esas confieras que comenzaban a mudar el verde por el oscuro, por el negro. El momento en el que los pajarillos callaban y hablaban los mochuelos y las lechuzas. Me quedé quieto, sentí un escalofrío y estuve escuchándolas, miré hacia los árboles y no las pude ver, pero seguían ahí, fantasmagóricas, ajenas al ojo de homo que todo quería escrutar, saber, distinguir, identificar, estudiar.
  De nuevo percibí la calma y continué caminando, viendo como los perros entraban y salían del monte, viendo como sus pelajes también perdían sus colores negros y marrones y se convertían en huidizas siluetas. Escuchando como atravesaban las ramas bajas, los arbustos…, como eran ellos quienes hacían crujir la hojarasca.
   Seguí caminando, dejándome envolver por la el anochecer, sintiendo como el bosque se rozaba contra mi al atravesar el pequeño barranco…, Mia y Norton eran ya dos espíritus de la naturaleza, confundidos con las sombras, con las matas, con el monte.
   
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     El silencio era un sonido, el que percibía y sigo percibiendo a veces en el campo.
   
   Ahora y desde los albores de la humanidad, desde que el alba sorprendía a algún homo tallando una piedra en África…, clac, clac, clac…, cesaba aquel sonido primigenio y nuestro ancestro observaba la pieza.
  Amanecía, se iluminaba la sabana y también mi habitación en las Tierras Altas, solía levantarme pronto para intentar cazar con mi Cometa algún gorrión, algún estornino…, en aquellos días tomaba Cola-cao con leche…, ahora es el aroma del café torrefacto el que ha acompañado mis últimos amaneceres en el campo, a mediados de marzo. Recuerdo que uno de esos días me recibió un maravilloso coro de estorninos, sus trinos llegaban de todos los rincones, se mezclaba con el gorgojeo de la cafetera y yo sonreía viviendo ese momento de calma, de paz, de intimidad antes de que mi padre se despertase, antes de que el sol comenzase a elevarse, antes de que los mirlos se guarecieran de nuevo en la espesura…, fue mágico, como lo fueron aquellos silencios, aquella calma que en si misma era un sonido, hace unos 8 años, cuando los viernes subíamos a las Tierras Altas, mis padres se quedaban en el chalé, aún se valían por si mismos y yo salía a dar una pedalada corta, pero me alejaba lo suficiente para rodar entre pistas silenciosas y calladas, tan calmadas que mas de una vez me paraba y trataba de percibir algo en aquella ausencia de sonidos estridentes.
   Sentía placer, una extraña dicha y la percepción de un algo que nunca logré reconocer o asimilar, fue una de aquellas tardes cuando me pregunté aquello de “¿Cuánto tiempo podré seguir llevando esta vida…?”, a mi me gustaba aquella sencillez, aquella rutina. La respuesta llegaría unas semanas después con el ictus de mi padre…, después ya nada fue igual y aquella vida la viví hasta aquel momento.