Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

sábado, 26 de junio de 2010

RAICES PROFUNDAS.

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   - No cambies…¡ -le grito a mi padre cuando reconozco unos de los fotogramas de “Raices Profundas” y me siento junto a el en el sofá, al poco la visión de esas praderas, de las montañas, de los cielos…, nos conmueve y no dejamos de lloriquear hasta que Shane se pierde cabalgando hacia esos perfiles, en la oscuridad de la noche, mientras el pequeño Joe grita su nombre.

   Un western magistral.

  Filmado cerca de Yellowstone…, el western dirigido por George Stevens, en 1953. Apuesta por los grandes planos, se rinde y parece enamorarse con los agrestes perfiles de unas montañas con algunas de sus cumbres cubiertas de nieve o de brumas…, como las nubes bajas que acompañan a la cabalgada de dos de los campesinos que luchan contra las presiones de Raiker, el terrateniente local que no concibe la aparición, en su territorio, de esos agricultores con permiso del gobierno y con escrituras de unas tierras que él defendió contra cuatreros e indios décadas atrás.
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    El pacto con el Diablo.
   Y en esa misma noche en la que de nuevo la oscuridad se adueña de los parajes…, Steater, el campesino que ha acogido a Shane, recibe la visita del ganadero, le hace una oferta que él rechaza. Se habla de esos tiempos en el que los pioneros lucharon contra indios y cuatreros, se habla de que esa tierra se regó con su sangre para que pastase el ganado, que ahora amenazan ellos, los campesinos. Se habla del agua, de cómo los agricultores canalizan el agua del río hasta casi desecarlo y de cómo él tiene que llevar su ganado rio arriba para poder abrevarlo…, la lucha por los entornos, por los recursos, por los derechos ancestrales en una época en la que homo aun dependía de la tierra y de la lluvia para sobrevivir, de su fuerza y de su salud.
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   Es la lucha del homo por sobrevivir, por buscar el sustento peleando contra las plagas, contra la sequía, contra las enfermedades y contra la terquedad y despotismo de quienes ocuparon esas tierras que ahora ellos labrarán, acabando con el pasto que alimentaba a  miles de reses.
   “Raices Profundas”, desgrana el argumento eterno con una preciosa fotografía que una y otra vez enfoca a las cumbres, a los picos, al rostro del niño, hijo de uno de los campesinos que siente fascinación por Shane (Alan Ladd), un pistolero que trata de renunciar a su vida de asesino y decide asentarse con una de esas nuevas familias de agricultores.
   La noche es rodada como tal, sin focos artificiales, sin luces eléctricas que desvirtúen los parajes, las planicies húmedas y embarradas, como la unica la calle del pueblo, apenas media docena de barracones en mitad de una llanura inmensa que parece hundirse contra las faldas de las omnipresentes montañas…, y sobre ese lodazal camina torpemente Torry, uno de los dos campesinos que han bajado a comprar unos aperos. Se dirige a la cantina, un local en el que no hay pianista, en el que no hay mujeres ni ostentosas lamparas colgando del techo.
   - Es el exaltado… -murmura uno de los matones desde el interior.
   En esos momentos, Wilson (Jack Palance), el pistolero contratado por el ganadero, sale y camina bajo el porche, sobre las tablas y muy por encima del Terry. Le increpa, le llega a llamar sudista cobarde al tiempo que se enguanta una mano…., el campesino busca su revolver pero el pistolero ya lo ha encañonado…, durante unos instantes clama piedad en silencio, pide clemencia sin separar sus labios paralizados por el pánico…, los planos de las caderas del asesino se suceden y después…, un amplio plano en el que de nuevo se ven las montañas, el barro y la sorda detonación de la pólvora negra, una bocanada de humo blanco y la pesada bala de plomo se hunde en el estomago de Torry, lo impulsa hacia atrás y se desploma en el barro…, no hay sangre, no hay ningún primer plano de su agonía…, relinchan los caballos y ladran algunos perros…, después aullarán en otra secuencia formidable, en otro bello ejercicio de imágenes, de cine, de historias contadas con maestría, de escenas plagadas de detalles…, como el tosco ataúd en el que entierran a Torry, hecho con troncos descortezados, mientras su perro aúlla y los niños se acercan a los potrillos, mientras ríen ajenos a la tragedia, a la lucha por la vida, por las cosechas, por la misma dignidad del homo.

      Luchando contra el miedo.
    
    El la misma secuencia del entierrro y con las picudas cumbres como testigos del drama de homo…, se ve la columna de humo de uno de los ranchos, son los matones que han prendido fuego a la cabaña de un campesino que ha decidido abandonar el valle, en ese momento, Steater habla de la dignidad, del valor de esas tierras y del derecho de ellos a trabajarlas…, finalmente consigue convencerlos y corren a apagar las llamas…, será el detonante que termine con la paciencia del ganadero.
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   Esa misma noche enviará a dos su hombres al rancho de Steater para citarlo y poner fin al enfrentamiento…, Shane escucha la conversación y descubre a otro de los matones, confiesa que es una trampa y que van a matar a Steater.
   El campesino entra en casa bajo la atenta mirada de su mujer, Marie Ann y de su hijo, el pequeño Joe…, una mirada que durante todo el rodaje nos cautivará. Steater busca su revolver para acudir a la cita, su mujer le ruega que no acuda y en la conversación, Steater confiesa que sabe lo que siente por Shane y que no le importa, es un hombre bueno y podrá cuidar de ella y de su hijo…, abandona su dignidad y decide demostrar que él es el cabeza de familia, el hombre…, sale de la cabaña y el pequeño Joe anuncia con su vocecilla.
     - ¡Papa…¡, Shane se ha puesto el revolver…
    Alan Ladd aparece entre las sombras de la noche vestido con sus viejas ropas de pistolero, de piel curtida y decorada con flecos, con el cinto y la culata blanca de su revolver asomando con la luminiscencia de un colmillo.
   - Iré yo…, -afirma Shane.
   Pero el campesino no puede tolerarlo y se enzarzan en una pelea que comienza fuera de plano…, se escuchan los gruñidos, los puñetazos y a las caballerias relinchando y dando coces, a las vacas mugiendo asustadas y derribando los vallados, a la mujer presa del pánico y de la desesperación…, Stevens nos muestra la lucha de los dos hombres a través de las ventanas de la cabaña…, planos rápidos en la noche, primeros planos del niño que descubre como su padre también es capaz de golpear, de pelear como los matones…, incluso de derribar a su idolatrado Shane de varios puñetazos. Son dos bestias enzarzadas en medio del polvo, de la oscuridad, ensangrentados…, hasta que Shane desenfunda y golpea con la culata en la sien de su amigo. Lo deja sin sentido y aprovecha para montar y galopar hacia el pueblo.
    El pequeño Joe corre tras él, su perro le acompaña y de nuevo volvemos a disfrutar de unas secuencias rodadazas en la negrura, bajo el tenue resplandor blanquecino de las nubes que silenciosamente van atravesando las llanuras y enroscándose en las picudas cumbres.
   Atraviesan el río, la espuma destaca clara entre las aguas corrientes…., hasta que la tenue luz que escapa por las ventanas descubre el pueblo mudo y silencioso en la pradera…, Wilson espera a Shane sentado, con las manos sobre una mesa…, se miran y la voz sin rostro del ganadero se dirige hacia Shane, cruzan algunas palabras…, despues con Wilson…, el pequeño Joe y su perro se guarecen bajo otra de las mesas y Shane desenfunda, Wilson también…, pero no es Torry quien tiene delante…, de nuevo las detonaciones sordas, los chispazos de la pólvora negra y el asesino se derrumba entre unos barriles…, el pequeño Joe lo ve todo y le avisa de otro tirador…, el tambor del revolver vuelve a girar, a incendiarse y el humo se estanca en la cantina…, todo ha terminado, apenas unos tiros, unas muertes que salvarán vidas, unas muertes que empujan a Shane a marcharse, a volver a su vida.
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    - Uno no puede dejar de ser lo que es…, -le dice al niño ya sobre su caballo.
    El chiquillo replica, le dice que le perdona por haber golpeado a su padre, le dice que su madre le aprecia…, pero Shane se aleja hacia esas mismas montañas que durante todo el filme han estado ahí, contemplando la epopeya de homo, su historia, su vida y su muerte.
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domingo, 20 de junio de 2010

Zorros, erizos, mirlos, gorriones, petirrojos, serpientes, podencos, pastores alemanes..., atropellados y muertos.

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   El domingo amaneció con una atmosfera fresca, demasiado fresca para una primavera que, a punto de dejar pasar al verano, reía y reía creando cúmulos con sus manos, haciéndolos crecer, soplando sobre ellos un humo blanco, casi deslumbrante que se elevaba hasta cubrir el cielo que unos minutos antes era azul…, después un latigazo, un resplandor en forma de nerviosa chispa y la lluvia se desprendía en forma de cortinas grisáceas que llenaban los horizontes de tonos oscuros, de grises, azules y de islotes de sol…, pero el domingo amaneció tranquilo, luminoso y con los vencejos sobrevolando mi calle y a mis propios ojos. Les dediqué una sonrisa y comencé a pedalear sobre la Flaca.
    Salí de una Valencia aún dormida a las siete de la mañana…, dejé atrás el casco urbano y comencé a rodar entre campos de naranjos y con los perfiles azules de la Calderona ocupando el final de mi visión.
   Pedaleaba relajado, echando miradas a los campos, al mismo cielo que aún permanecía sin una sola nube amenazando en convertirse en un cúmulo, mirando a la carretera…, y viéndolo. Imaginé que sería un perro…, pero no. 
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Aflojé un poco, giré la cabeza y vi su grotesca mueca…, al zorro atropellado, con su vientre abierto y sus vísceras esparcidas por ese asfalto que ya había absorbido su sangre, sus fluidos…, sentí malestar, una extraña tristeza, me sentí casi culpable de ser hombre, me sentí impotente…, y lo imaginé minutos antes de morir.
   Lo imaginé moviéndose sigilosamente entre los campos de naranjos, acechando a los ratones de campo o husmeando entre las basuras de homo…, ya cuando la claridad del amanecer desplazaba a las sombras de la noche y delataba su fantasmagórica presencia.
   Sus patas le impulsaron desde los prados crecidos en los lindes de los campos, lanzó un par de zancadas sobre el asfalto y sus pupilas se contrajeron tratando de impedir que esos soles que surgieron de la oscuridad carbonizaran sus prodigiosas pupilas…, se contrajeron en un ultimo reflejo vital.
  Seguí pedaleando y observando como las urracas ya se posaban en los postes de la conducción eléctrica, como graznaban y como observaban el cadáver caído sobre la carretera…, me fui alejando y recordando los mirlos que había visto muertos sobre el arcén durante la semana pasada, sus cuerpecitos frágiles y quietos, las patas contraídas y las alas cerradas…, y sus picos anaranjados silencioso, mudos, callados para siempre después de sus últimos cantos al amanecer.
   Aún distinguí los restos resecos de algunos erizos atropellados…, y recordé las palabras de algunas personas que suelen decir que ese era el destino de  esos animales…, y negué con la cabeza mientras pedaleaba.
   - No, ese es el destino que homo ha elegido para ellos… -murmuré al viento, hablando en voz alta conmigo mismo, escuchando el paso de los eslabones sobre las pues, la resonancia típica del chasis de carbono.
   El destino del zorro era regresar a su guarida, a su madriguera, alimentar a su camada y sestear cuando el sol estuviese muy alto y cuando el calor apretase. Esperar al crepusculo, a la noche…, para volver a salir. El destino del mirlo era cantar, remover la pinocha con su pico para atrapar hormigas, larvas, escarabajos…, el destino era levantar el vuelo y posarse cerca de su nido. Su destino era hacerme sonreír cada madrugada cuando los escuchaba en algun lecho, a veces acompañado y la mayoria de las ocasiones a solas o junto a mi padre hemipléjico, allí en las Tierras Altas. Er morir durante el invierno, hecho un ovillo, con sus plumas ahuecadas…, y el erizo habría continuado moviéndose bajo las lunas de los calidos veranos, devorando mas larvas, mas hormigas, saltamontes y langostas de tierra, lombrices y caracoles…, bajo su manto de puntiagudas cerdas…, era el destino de todos ellos hasta que homo deforestó los bosques, hasta que cubrió de asfalto las viejas trochas, las cañadas, aquellas sendas que abrieron con sus propios pies descalzos, después con los cascos de las caballerías, después con las ruedas de madera aún al paso de aquellos animales de tiro…, pensé en la Bicipalo, en mis rutas por la sierra, sobre esos caminos de tierra en las que muy pocas veces me he encontrado con sus moradores muertos…, si con algunos lagartos ocelados o con los lentos y torpes sapos que salen con la humedad nocturna o con los chaparrones…, pero parece que siempre hay algún todoterreno, algún automóvil que se aventura por las pistas forestales.
    Parece que nada escapa a la intromisión de homo, a su egoísmo, a su falta de naturalidad, a su condición de plaga, a su capacidad de olvidar lo que es en realidad…, un ser vivo igual a todos esos que se pudren en el asfalto.
    Rodé entre los pinares de las Canteras, escuché a los mirlos que aún podían cantar y volar, recordé el zorro que vi por Navidad en esta misma carretera…, y ya de vuelta      eché pié a tierra cuando llegué a la altura del cadáver. Esperé a que no pasara ningún coche y me acerqué, lo cogí por la espesa cola…, noté sus pelos ásperos y ya calentados por el sol y lo arrastré hasta los prados amarilleados que crecían junto a los naranjos. Me sorprendió su peso, su pelaje claro y los estrechos intestinos escapando de su vientre reventado.
   Lo dejé allí, sobre las gramíneas doradas, cerca de los hacendosos hormigueros, a la vista de las urracas que podrían carroñear sin miedo a ser atropelladas, al alcance de algún otro pequeño depredador nocturno…, lo dejé allí para que poco a poco volviese a la tierra, a su entorno, para que nadie volviese a atropellarlo.
 

viernes, 18 de junio de 2010

Un poco neardental si soy..., algunos de sus genes habitan en mi.


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El cráneo del Viejo de Le Chapelle aux Saints…, uno de mis fetiches neardentales, un viejo francés que vivió largamente entre su gente, desdentado, aquejado de una artritis que convertiría cada uno de sus movimientos en un auténtico suplicio, en un doloroso martirio…, pero los suyos no le abandonaron considerándole una carga para el clan. El Viejo debió morir rodeado de los suyos, junto a un fuego, riendo, escuchando alguna historia o el aullido del viento invernal, puede que el rumor de las tormentas primaverales o la algarabía de los niños fuera de la cueva, del abrigo, del refugio…, y rodeado de una humanidad ya incontestable y que habita en nosotros mismos en forma de algunos de sus genes. 


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   Un poco neardentales si somos…, por lo menos yo.

   Hace poco saltó la noticia a los medios de comunicación…, tras la secuenciación del genoma de Neardental se descubría que compartíamos entre un 1 y un 4 % con los Hombres de Hielo, con esos humanos que lidiaron con las glaciaciones y con nosotros mismos, cuando salimos de África como sapiens y nos encontramos frente a frente con esa otra especie humana, que hasta la fecha se pensaba que pertenecía a otro linaje, como se defendía con la teoría llamada de “La Eva Negra”.
    Prácticamente ya nadie dudaba públicamente de la solidez de esa teoría, entre otras cosas por la pureza de nuestro código genético. Según sus defensores, aquellos sapiens que salieron del continente Madre fueron sustituyendo a todas las poblaciones con las que se fueron encontrando, de manera lenta pero definitiva, milenio tras milenio y generación tras generación…, hasta toparse con Neardental, los últimos humanos con los que cohabitaron hasta su extinción hace unos 30.000 años…, y fueron Ellas de nuevo, las Evas…., pero esta vez las de Neardental las que han permitido extraer ADN en buen estado y no contaminado de los restos de unas tibias.
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Los pequeños fragmentos de tibias de los que se obtuvieron las valisosas muestras del ADN neardental.
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   Poco a poco se han ido contrastando las secuencias genéticas y parece que se han localizado algunas en común, entre otros algunos genes que intervenían en el desarrollo y arquitectura de las clavículas, del tórax y del cráneo…, recuerdo que algunos antropólogos defendían la teoría de que Neardental tenía una escasa movilidad en el hombro, poca flexibilidad hasta el punto de que no podían lanzar los venablos a distancia, por eso cazaban en contacto directo con sus presas, tan solo les separaban de ellas la longitud de sus recias lanzas.
    También se ha hallado el famoso “gen del lenguaje”, llamado FOXP2…, Neardental hablaría, desde luego que hablaría y me imagino que llegaría a dialogar con sapiens mientras intercambiaban objetos…, como las cuentas decoradas, como los colmillos perforados de lobos, como los abalorios con lo que Neardental decoraría sus cuerpos a semejanza de sapiens. 
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Recreación para la revista Quo del encuentro de un neardental y una sapiens..., de rasgos demasiado delicados ella.
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  Genes relacionados con el color de cabellos y piel, con el grupo sanguíneo…., los Neardentales hallados en El Sidrón eran del grupo O, como yo y como muchos millones de sapiens actuales.
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    Nada más salir de África.
  
    Cuando aquellos audaces sapiens africanos salieron del continente, siguiendo la ruta de sus ancestros, aquellos que migraron, mas de un millón de años antes…, se encontraron con los últimos clanes de Neardentales que huían del frío, de los hielos, de las nieves, de los atroces inviernos europeos y que hallaron cobijo en las calidas cuevas y abrigos de Oriente Próximo…, los antropólogos afirman que la hibridación, que la mezcla se produjo ahí única y exclusivamente, hace unos 50.000 años. Parece que el intercambio entre sapiens y Neardental no fue algo continuado y habitual…, pero los contactos sexuales fueron suficientes para que parte de los genes de Neardental se afianzaran en el código de sapiens hasta nuestros días, hasta nosotros mismos…, salvo en los africanos actuales, en ellos no aparecen esas coincidencias genéticas…, pero es fácil deducirlo, Neardental jamás pisó el continente Madre.
   Este descubrimiento nos da un baño de humildad y dignifica la maltrecha imagen de Neardental…, sapiens era el mas inteligente, el más hábil, el que mas recursos urdía, el que mejor se adaptaba a los habitats, ya fuese en la sabana o en los bosques húmedos Europeos…, tal fue su flexibilidad existencial y biológica que tuvo encuentros con Neardental que dieron hijos fértiles, que provocaron una descendencia que transmitiría hasta hoy, hasta nuestra propia sangre…, el rastro genético de la evolución humana en este planeta.
  

      
  

viernes, 11 de junio de 2010

Arcen, asfalto..., vida y muerte en la carretera.

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   Soleada…, recuerdo que era una tarde soleada, pedaleaba con la bici de carretera sobre el arcén rojizo que remontaba hacia Náquera desde Serra, algo inquieto, con algo de angustia…, no terminaba de acostumbrarme a rodar sobre el asfalto, a cubrir kilómetros de carretera, a sentir como los coches pasaban junto a mi lanzándome golpes de viento y polvo, a escuchar el molesto ruido del tráfico a mi alrededor…, no podía evitar compararlo con mis rodadas por la montaña, por la Sierra Calderona, en medio de esa soledad, ensimismado, en silencio…, pero debía de hacer algo de carretera si deseaba progresar, si deseaba ganar algo de fondo, por eso salía los miércoles a media mañana en invierno o por la tarde con la primavera.
   Pedaleaba y entonces vi las dos marcas, justo  a la salida de la curva que me había comentado un cliente apasionado del ciclismo de carretera. Vi la frenada, los restos del caucho fundido sobre la rugosa superficie del asfalto, las lineas paralelas que cruzaban de carril, que llenaron el ambiente de chirrido escalofriante, agudo, de un sonido que hizo desviar los ojos de aquel pelotón que subía hacia Náquera…, después el silencio, el silencio de la muerte que dejó paso a los lamentos y los gritos de dolor.
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   Recuerdo que paré allí mismo, donde terminaba la frenada…, y me asomé al campo de naranjos, allí abajo estaba el quitamiedos derribado por el golpe, nadie lo había retirado del campo…, sentí un escalofrío y volví a mirar hacia las marca del derrapaje. Allí mismo donde yo estaba, habían muerto los dos hermanos…, ya no recuerdo a que peña pertenecían, pero si recuerdo que eran jóvenes y que circulaban por ese mismo arcén…, imagino que ilusionados, imagino que dando pedaladas hacia el Oronet.
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   Sentí que debía hacer algo, observé la sección de las vigas a las que se anclaba el quitamiedos y volví a montar, volví a pedalear hacia Náquera, atravesé la población y debí desviarme hacia el Camino de las Canteras…, hacia esa estrecha carretera que se ha convertido en mi ruta única, en una especie de senda que un par de veces por semana me relaja y me acerca a la calma de la serranía, aunque sea dando pedaladas con la Flaca, sin la Bicipalo.
   Regresé a la Valencia, a mi pequeña carpintería y decidí crear una pequeña escultura que recordara lo que allí pasó. Surgió la silueta de un ciclista cuyas piernas y brazos se extendían hasta el manillar, hasta las horquillas, hasta los pedales…, como si la bici y Homo fuesen el mismo ente. La corté en madera y a la mañana siguiente la cargué en una mochilita y pedaleé hasta allí, hasta tramo de carretera en el que alguien había dejado flores. Encajé la pieza en el puntal en forma de H y fijé mi pequeña ofrenda en madera de pino gallego. 
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Sonreí, volví a montar, volví a la ruta de las Canteras y continué pedaleando año tras año, observando los arcenes, las cunetas, las marcas de las frenadas, los quitamiedos arrancados de cuajo, las piedras de los taludes arañadas por las carrocerías que las embistieron y preguntándome casi siempre que habría ocurrido sin en esos momentos yo hubiese estado allí encima de la Flaca…, y a veces contemplando a las tormentas, como persiguiéndolas o escapando de ellas, escapando de la lluvia. Viendo sus nubes de un azul oscuro casi gris cerniéndose sobre la Calderona, a veces sintiendo sus gotas contra mis antebrazos, en mi rostro y otras viendo como las nubes iban rodando, descargando cortinas de agua en otros lugares.
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Echando miradas a los prados que crecen entre las isletas, observando el vuelo de las golondrinas por delante de la Flaca o descubriendo hermosas flores, como suspendidas en el aire.
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     He seguido pedaleando, a veces pensando en los problemas del trabajo, a veces pensando en mi mismo, en mis torpezas, a veces tan absorto que no he visto el peligro de los coches…, y casi siempre contemplando los pinares y los campos de las Canteras con un gran gozo, como respirando unos momentos de paz antes de volver a la capital, a la urbe, a Valencia…., y siempre echando una mirada a aquella ofrenda que con los años se fue degradando, agrietándose a la intemperie…, hasta que alguien decidió retirarla para hacer una copia en metal, una copia que permanece inalterable, presente…, como si esos dos hermanos continuasen pedaleando, como si siempre te cruzases con ellos en ese mismo lugar…., sobre un fondo en el que ya no crecen los naranjos, con un mar de hierbas doradas mecidas por el viento de levante que suele ascender desde la costa, ocupando aquella explotación.
 
  

 

domingo, 6 de junio de 2010

Me sentía bién pedaleando y ella me hizo sonreir..., blanca y tímida entre las gravas.


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     Me tumbé ligeramente a la derecha y Run-run fue desviándose a ese lado, fue perdiendo velocidad, empuje…, mi mano enguantada apretó la maneta del embrague, la puntera de mi zapatilla pisó la palanca del cambio y la pequeña custom 125 gruñó reduciendo de marchas…, seguí tumbando, virando a derechas y descubriendo al otro lado de la visera ahumada del casco vintage, las conocidas cimas de la sierra Calderona…, ya no tenía que adivinarlas en la oscuridad invernal, resplandecían con el amanecer de la primavera…, como ella, blanca y tímida entre las gravas. La vi y no dudé, dejé de pedalear y desmonté.
   La observé y volví a sentirme ignorante al no saber el nombre de la planta que observaba tan feliz, tan relajado y casi agradecido. Me incorporé, volví a montar, a dar pedaladas, a mover las bielas de una forma fluida, a remontar el puerto en el que florecieron los lirios por marzo, casi sin esfuerzo, gozando y sintiéndome bien, extrañamente feliz, incluso antes de haberme encontrado con esa planta de tallos verdes, cubiertos de finos pelitos y pegada a la tierra, rastrera, bajita. Incluso cuando llegué a las Tierras Altas y volví a encontrarlas desiertas.
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     Siempre en las mismas montañas y siempre ignorante.
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    Llegué a las Tierras Altas y Norton y Mia me recibieron como siempre, dando saltos y lloriqueando, entrando conmigo en el chalé y resbalando sobre el terrazo, levantando la tapa del cubo de basura con el largo  hocico de lebrel y encaramándose sobre la encimera.
   Preparé otra cafetera y descorrí las cortinas del salón, sonreí cuando la luz se esparció en él, incluso cuando los cromados de la silla de ruedas de mi padres destellaron. Al ratito, mientras me vestía, escuché los gorjeos de la Oroley. Me preparé la “toma” y algo de comida para ellos…, Norton aún levantó su cabeza del plato cuando me vió montado sobre la Bicipalo.
    - Luego vuelvo Norton…, luego vuelvo.
   Y fui dando pedaladas sobre la vía de servicio…, salté el quitamiedos y rodé sobre el camino abierto entre las explotaciones de cítricos de la Masia de la Torre. De nuevo me encontré con los charcos que durante todo el invierno cubrían la pista, pero ya quedaba poco agua, afloraba el barro reseco y con algunas huellas  impresas en ellos.
   Junto a las vallas de malla metálica crecían espigas verdes y otras de un curioso tono entre marrón y rojizo…, estrechos prados que crecían ahí donde no pisaban los camiones cargados de naranjas, ni las bicis ni los todoterrenos…, se combaron con los últimos soplos del viento nocturno del interior y desaparecieron cuando dejé los terrenos de la explotación y comencé a rodar por la pista que enlazaba con el aparcamiento de Porta Coeli.
   Arrugué el ceño y durante unos instantes me sentí como perdido, me sorprendió el intenso caudal de luz que llenaba el camino de tierra blanquecina…, incluso pude ver las copas de los eucaliptos que crecen cerca de la casa forestal de Porta Coeli. Eché de menos las sombras, los pinos crecidos junto al camino, el monte bajo espeso y recio…, descubrí a los pinos junto al mismo camino, amontonados, sin ramas, vi sus muñones y los destellos de la resina rezumando de ellos, vi los viejos muros, los ribazos que homo levantó bastantes décadas atrás, después abandonados, vueltos  recuperar por el bosque y que las máquinas desbrozadotas habían rescatado, pero no para volver a ser trabajadas, simplemente para que detener el paso de los futuros fuegos.
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    Percibí el aroma intenso de esa resina, el olor de las ramas machacadas, cortadas y salí a la pista que sube desde el aparcamiento de Porta Coeli, en ella también comenzaban a cumularse troncos en las orillas, sobre ella también se derramaban las primeras luces del día y parecía mas blanca y ancha que nunca.
   Algo azul me hizo mirar a mi derecha, me encontré con un pequeño corral cerrado con largueros metálicos en los que reposaban dos caballos a las sombra de la lona y del pinar que aún no había sido talado…, pensé en Jaime y en su hija Inés, en aquel encuentro cerca de Tristán, justo donde termina la senda, el PR-7 que sube desde Olocau, ellos lo hacían a caballo y yo con la Bicipalo, con la misma que adelanté a dos ciclistas que ascendían parsimoniosamente, saludé y mientras los iba dejando atrás aún pude escuchar algo de la conversación que mantenían.
   - ¿Has visto los caballos…? –comentó uno de ellos.
   - Si…, los usan para sacar los troncos… -respondió el otro.
   Cabeceé y volví a sentirme lento de reflejos, incapaz de razonar con rapidez y fluidez, incapaz de añadir imaginación y chispa…, yo había pensado que esos caballos estaban ahí para usarlos en paseos…, pero ni era el lugar ideal para dejarlos, en mitad del monte ni tampoco el sitio idóneo para organizar una salida.
   Suspiré, giré a derechas por el camino del Campillo y comencé a subir a la sombra de los peñascos grises, gané esa primera rampa y después comenzaron los virajes a izquierda, a derechas…, y me encontraba ligero, a gusto, casi feliz. Sentí las piernas ágiles, sueltas, sin agarrotamientos y podía sentir el agradable fresco de la mañana penetrando en mis pulmones. Miraba hacia las montañas de siempre, hacia las suaves colinas cubiertas de esas confieras como esponjosas, veía las montañas azules, los puntitos blancos que se acumulaban allí abajo, en el Camp del Turia…, y también los pétalos blancos que jamás había visto en estas montañas.
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   Eché pié a tierra, dejé a la Bicipalo en mitad del camino y la fotografié, la observé durante unos instantes, rocé con mis manos los pelillos de sus tallos como aterciopelados, sonreí agradecido y volví a montar, a pedalear, a seguir remontando la tendida subida del Campillo y el tramo final que ascendía hasta la Morería, saludé a algunos ciclistas y giré a derechas hacia la Font del Berro…., como siempre, cambié al plato grande y percibí como el sudor se enfriaba sobre mi pecho cuando comencé a descender, me levanté y comenzaron a llegar los impactos de las piedras y de los baches contra los neumáticos, contra el chasis de la Bicipalo. Llegaron las imágenes aceleradas de los jóvenes pinos quedando por atrás uno tras otro, de los taludes rojos de rodeno repletos de pequeñas florecillas, blancas y algunas azules, de espigas, de aliagas encendidas de un verde que perduraba semana tras semana…, llegó el viraje a derechas, tiré de las manetas hacia atrás y continué el descenso hacia la fuente, de cara al sol, viendo como las montañas se elevaban sobre mi cabeza y después contemplándolas sentado a las sombra y echando tragos de agua…, los ruidos sordos de la bajada habían desaparecido, también los chasquidos de las cadena golpeando en el chasis…, silencio.
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    Volvía a contemplar las laderas cubiertas de pimpollos, de monte bajo, de las mismas aliagas, de romeros, de brezos, de cardos. Volvía a contemplar las afloraciones bulbosas del rodeno cubierto por los líquenes, la sombra de la carrasca alargándose hacia mi, la luminosidad del sol asomándose ya por encima de las cimas de siempre…, escuché las aves, sus cantos vivaces o tímidos, el zumbido de los insectos…, los sonidos naturales del bosque y algunas voces distantes de los ciclistas que se movían por arriba, hacia el Poll…, volví a beber, seguí viendo ese paisaje, ese cielo, traté de sentir algo, traté de comprender…, no se, supe que la serranía no me iba a entregar una respuesta por escrito.
    Volví a beber, monté y la luz se mitigó tras las gafas de sol, di unas pedaladas y volví a dejarme caer hacia las umbrías de la Gota. Percibí como la temperatura descendía bruscamente y como la vegetación perdía sus tallos leñosos, sus hojas ásperas, sus espinas y se tornaba verde y frondosa ahí donde apenas si se asomaba el sol, ahí por donde discurría el agua gorjeante y parlanchina del barranco de la Gota.
    Rodé por encima de algunos charcos rojizos, vi las paredes amarillentas y polvorientas del Portixol o Prueba del Hombre y me desvié a la derecha, el camino se precipitó enseguida hacia el fondo del barranco, se estrechó, volvieron a crecer los taludes y el bosque a mi izquierda y a mi derecha terrazas robadas a la pendiente en la que crecían los olivos.
    Descendía con los dedos tirando continuamente de las manetas de magnesio, inclinándome en los peraltes y durante un breve espacio de tiempo quedando suspendido en el aire, sin sentir el golpeteo, ni el rumor de los tacos de goma, ni las vibraciones en el manillar, ni el movimiento de las suspensiones…, apenas unas décimas de segundo en el silencio casi absoluto…, hasta el crash…¡ de la Bicipalo volviendo a la tierra, volviendo a caer, volviendo a rodar tras la imagen congelada en el aire…, alguien dijo que bajar con la bici era como esquiar, yo no se esquiar pero me gusta sentir como me deslizo cuesta abajo, como ella obedece, como mi organismo responde, como mi mente toma decisiones que escapan al análisis del cortex, de la razón.
  Hace un tiempo sonreía cuando me dejaba caer por una pendiente suave, soltaba el manillar y desplegaba los brazos como un ave que planease confiada…, eran unos segundos de calma gozosos…, como la pedalada de hoy.
    Y atravesé el barranco, el mismo que me acompañaría a mi izquierda, pedregoso y retorciéndose entre los taludes, bajo algunas terrazas cultivadas, ganadas al monte entre muros de piedra silenciosos y quietos, solitarios como la misma pedalada.
   Fui trazando las curvas, rodando sobre el estrecho camino, viendo como la tierra se volvía blanquecina o amarillenta, el rodeno quedaba por atrás, sus vetas permanecían ocultas, enterradas en las entrañas de la serranía de la que poco a poco salía, siguiendo esa pista que descubrí hace años, cuando empecé a pedalear. Recuerdo que sentí cierto miedo, cierto respeto…, me daba la sensación de que aquel camino me conducía al corazón de la Calderona, de que me adentraba en tierra peligrosa. Me pareció precioso, oculto, casi virgen…, y hoy me lo sigue pareciendo, lo sigo sintiendo íntimo, casi mio…, por aquí apenas suben todoterrenos, no hay senderistas y muy pocos ciclistas.
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   Vi los horizontes azules del Camp del Turia, azules, siempre azules y seguí descendiendo, girando a derechas y a izquierdas entre caminos que conducían a casitas aisladas, a chalets construidos sin ninguna ordenación entre viejos campos de almendros o entre bancales de algarrobos abandonados…, pero me fui desviando a izquierdas, de nuevo hacia las lomas de la serranía, hacia una costillas grisácea que se hundía en la tierra, contra la misma pista que se desprendía hacia el fondo de otra pequeña rambla, entre lomos de roca, entre afloramientos de esa costilla que parecía surgir medio desenterrada…, volví a sonreír sintiendo como la horquilla delantera se hundía casi por completo, sujetando a la Bicipalo y moviendo el cuerpo compensando sus balanceos…, y volviendo a pedalear cuando salí del barranquito, de nuevo entre pinares, sobre una pista en la que la tierra blanquecina y gris, en la que las rocas emergían y desaparecían de manera natural, agreste…, sin que homo allanase nada, sin que homo manipulase esa traza desbrozada, esa trocha abierta décadas atrás por las caballerías, por los carros…, el camino se bifurcó, seguí recto y luego me desvié por el carril abierto en un cortafuegos que desbrozaron el año pasado, remonté la loma observando como el suelo se había cubierto de un curioso prado multicolor, contemplando de nuevo los horizontes azules, contemplando un cielo enorme sobre mi persona…, desmonté y miré las flores, las hierbas, los tallos espigados de las gramíneas, delicados y dóciles ante la brisa de levante que comenzaba a soplar…, vi las cumbres de la Calderona y escuché el relinchar de unos caballos estabulados en una de las casitas de campo.
   Me sentí bien, percibí el vuelo de las abejas, de los insectos, las llamadas de las aves ocultas entre el monte bajo, en la espesura…, traté de sentir, de nuevo intenté comprender, trascender a algo, desprenderme de algo. Volví mis ojos hacia el prado que había brotado en la loma, vi sus flores moradas y amarillas…, fui testigo de la vida durante esos instantes, de la calma y del tiempo natural transcurriendo a mi alrededor, al ritmo de la naturaleza, de la temperatura, del sol, del entorno.
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    Monté sobre la Bicipalo y descendí, seguí disfrutando del camino entre los pinares, de las gravas y cantos rodados al atravesar del nuevo otra rambla, de los altos peñascos que se alzaban a mi derecha  y que siempre imaginaba como moradas prehistóricas.
   Pero sentí cierta tristeza cuando miré al otro lado de la valla de uno de esos chalets…, 
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...la naturaleza se habia apropiado del huerto, las hierbas crecían verdes y espesas sobre una tierra esponjosa que estación tras estacióin, era abonada por aquel hombre que solía vestir un pantalón azul y una camisa del mismo color pero muy clara. Ese desconocido mimaba la tierra que removía con su azada, la conocía y sabia que pedirle en cada momento del año. A veces surgían “barracas” de caña en las que se enroscaban las trepadoras, después las espesas matas de habas, también vi el rojo intenso de los tomates, las flores amarillas de las rastreras calabazas…, al mismo hombro fumando un pitillo a la sombra del algarrobo.
   Eché una mirada, vi el cartel de “Se vende” y ese mar de hierbas que habían borrado las huellas de homo.
   Seguí mi rodada y disfruté después a pié, viendo a Norton y a Mia a la carrera entre las espigas del herbazal ya amarillo…, como siempre les vi desaparecer en la espesura y reaparecer jadeando y buscando ya las sombras. 
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   Seguí paseando, caminando a solas con ellos, regresando al chalé y apurando el último poso de la cafetera, regando los naranjos y montando ya de vuelta sobre Run-run, volviendo a la urbe envuelto en el ruido del monocilíndrico, dando la espalda a las montañas, dando la espalda a la calma, al sosiego…., incluso puede que a mi mismo, aunque pensé que jamás lo sabría.