Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

martes, 30 de noviembre de 2010

"ENTRELOBOS", una película de Gerardo Olivares.




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Recreándose en un hecho real, acaecido en Sierra Morena a mediados de los años cincuenta, Gerardo Olivares, director y guionista, nos cuenta la vida de Marcos, un chiquillo, hijo de pastores, que es vendido a un señorito cordobés en compensación por la perdida de cinco cabras durante un ataque de los lobos…, y es así, cuando en la sala se termina de hacer la oscuridad, cuando los títulos de crédito se van sucediendo en la pantalla, cuando percibimos el aliento de los lobos y sus gruñidos, después, unos planos de las montañas de la sierra de Cardeña envueltas en brumas, en nubes bajas que se funden en los vastos alcornocales que en todo momento llenarán las secuencias del film.

En los primeros minutos los dos hermanos se mueven felices y parlanchines entre las cabras, que las arrean a gritos, a pedradas o usando la onda. El acento sureño llena las conversaciones entre los nenes y las imágenes nos muestran el entorno que en todo momento dominará la pantalla, riachuelos, pozas, losas de roca cubiertas de líquenes, los alcornoques…, hasta el ataque de los lobos. Llama la atención como los críos se defienden con sus cayados, unos gruesos bastones casi tan altos como ellos, como luchan contra el ataque…, quizás algo lento y poco dramático, apenas si se ve la sangre y no hay ningún plano de los lobos con los belfos manchados.

Gerardo Olivares escribe un guión ágil, filma una película que no se hace lenta, pese a durar casi dos horas…, es difícil resumir la vida de un niño viviendo a solas en la serranía durante diez años y ante todo sería poco comercial, pero se echa de menos los silencios y el tempo de la naturaleza.

En el filme el invierno tarda en llegar y dura muy poco en proporción a la duración del metraje, los planos generales de los paisajes y de las montañas son demasiado cortos y en ocasiones la música desvirtúa lo que debió sentir Marcos durante esos diez años…, ante todo la soledad una vez muerto el Atanasio, el cabrero que vive en una cueva y que se hace cargo de él. Y de nuevo, en la cueva primigenia se filman las mejores secuencias alrededor de un fuego, que en palabras del cabrero siempre debe de estar vivo.

Atanasio regresa de comprobar sus trampas y deja caer ante Marcos un conejo por despellejar…, el crío, de una mirada y unas expresiones que terminan embelesando a la cámara y al espectador, trata de hacerlo con una hachuela, pero desespera y termina dormido entre los restos descuartizados del conejo. A partir de ese momento el niño seguirá al cabrero, aprenderá a cazar con trampas, a convivir ante la omnipresente presencia de un precioso búho real que lo acompañará durante todo el rodaje.

Pero el cabrero muere, posiblemente de pulmonía…, muere recostado sobre un prado primaveral, bajo los rayos de un sol que duran demasiado, quizás hubiese sido mas adecuado situar esa muerte en medio del crudo invierno, en medio de alguno de los muchos temporales que Marcos debió vivir, bajo las cortinas de agua otoñales, en medio de esos silencios eternos que llenan de vida las montañas.

Se echa de menos la fotografía del otoño, algún plano detalle de la vegetación, del deshielo, del despertar primaveral…, pero el director prefiere apoyarse en la calida y brillante interpretación de un niño que llega a convivir entre lobos, a entenderlos, a escalar en su jerarquía.

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Muerto el cabrero, Marcos decide enterrarlo, pero antes levanta los ojos y descubre a decenas de buitres sobrevolándole…, los mismos leonados que una horas después le miraran retadores directamente a los ojos…, es una hermosa secuencia que Olivares enlazará mas tarde cuando llegan los empleados del señorito cordobés y buscan al cabrero y al niño.

“Entrelobos” nos hablará también del maquis, de las personas que se echaron al monte después de la Guerra Civil y los presenta surgiendo de la noche y entrando en la cueva de Atanasio, a contraluz y con los mosquetones colgados al hombro. Poco a poco la Guardia Civil los irá cercando, pero durante la película, el último maquis ayudará a Marcos en apariciones fantasmagóricas, algún plano del gatillo, de la bocacha del fusil de cerrojo…, hasta que la serranía vuelve a quedar vacía de hombres, hasta que Marcos, llamado por los lugareños “El Brutamonte” es acusado de ayudar al maquis.

“Entrelobos” nos asoma a una forma de vida ancestral, nos recuerda como de manera casual Marcos aprende a hacer fuego con dos piedras, nos enseña como usar las cortezas de los alcornoques como cuencos, como la caja donde guarda su inseparable huron o como las alas que se fabrica ya de adolescente y con las que intenta volar saltando desde un cortado. Nos muestra también como usa la cuerna de un ciervo como pequeña azada para desenterrar tubérculos silvestres o las fibras vegetales como cuerdas o como bálsamos contra el dolor, pero hervidas en ese cazo que siempre pende sobre el fuego primigenio.

Puede que “Entrelobos” aburra al publico joven, una historia contada en la soledad de la serranía no puede tener un ritmo artificial o trepidante, pero Gerardo Olivares logra un equilibrio agradable y atractivo, no profundiza en la relación entre homo y la naturaleza, entre los sentimientos profundos de Marcos…, pero nos cuenta una historia hermosa y que durante esas casi dos horas nos aleja del asfalto, del ruido, del rumor de la ciudad, de las televisiones, de los locutores…, a cambio del aleteo de las rapaces, de la llamada del búho real o de los escalofriantes gruñidos de los lobos.


El verdadero Marcos..., da la sensacion de que guarda tantas vivencias en esa mirada.

Todas las imagenes pertenecen al blog del director.

jueves, 25 de noviembre de 2010

EL AROMA DEL FUEGO PRIMIGENIO.

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El sol va perdiendo altura y los amaneceres se desperezan tristes, como metálicos, entre una claridad pálida y tibia…, sentimos como nuestra piel se eriza, como algunos tiritones nos sacuden al atardecer o en la madrugada, escuchamos los chasquidos de las hojas cuando son removidas por alguna ráfaga de viento otoñal…, son los primeros fríos, buscamos la ropa de abrigo y el pelaje se espesa en los mamíferos…, es el invierno que se asoma en la ciudad y en los montes, en la Sierra Calderona.

El sábado pasado me vestí de largo para pedalear sobre la Bicipalo, cubrí mis piernas con las mallas decoradas, teñidas de marrón, con líneas negras sinuosas, con algunos trazos de ocres y con algunas huellas de cuadrúpedos impresas sobre la lycra…, sentí esos primeros escalofríos y me subí el pasamontañas hasta la nariz, rodé sobre las pistas de tierra, aún sin escarchas, remonté la llamada Prueba del Hombre o Portixol, sentí el ambiente fresco cortando mi garganta al forzar la respiración y unas pedaladas después aspiré el aroma del fuego primigenio.

El humo se asomaba mansamente desde las chimeneas de las casitas levantadas bajo los farallones…, como siempre, pude imaginar las ramitas de pino crepitando en los hogares, a las piñas crujiendo y a los ojos de un desconocido, de una desconocida, de un anciano o de una niña, de una mujer madura y arremangada pese al fresco de estas umbrías de la Calderona… a esos ojos absortos y fijos durante unos instantes, sobre esas llamas danzantes o sobre las ascuas, sobre los carbones rojizos, sobre el fuego que se reflejó por primera vez hace mas de 1.400.000 de años…, en las pupilas de Homo ergaster, de erectus…, esos ancestros nuestros que salieron de África para poblar Oriente Medio y Asia.

Si pudiésemos viajar en el tiempo, si pudiésemos penetrar entre los resquicios de nuestro cerebro estoy seguro de que podríamos visualizar a aquellos humanos… y también estoy seguro de que esa visión, pese a todo imposible, nos provocaría una tempestad emocional, creo que seriamos incapaces de mantenerles la mirada, creo que los encontraríamos tan cercanos a nosotros, erguidos, caminando sobre sus piernas de manera grácil y acompasada, cortando pequeños troncos con sus hachas de mano, recolectando arbustos y manteniendo vivos esos fuegos que durante cientos de años les causaban pánico.

En algún momento crucial de nuestra Prehistoria, Homo deja de huir despavorido antes las erupciones volcánicas lejanas y es capaz de acercarse al fuego provocado por unas de esas bolas ardientes que expulsaban los volcanes o es capaz de acercarse a ese árbol carbonizado por el rayo…, se quemará gritará de dolor pero descubre que esa rama no se mueve, que no le persigue. Descubre que no es un predador, que no es una serpiente y de nuevo se acerca a la llama, vuelve a sentir su calor y vuelve a retroceder. Hasta que es capaz de sujetarla por el extremo que no arde…, esa llama que se reflejará en sus ojos cambiará el rumbo de Homo para siempre.

A partir de ese momento las sombras dejan de aterrar a Homo, a partir de ese momento los ciclos de la noche y del día no marcarán la actividad de los clanes, en algun momento la noche les sorprenderá y ellos no serán conscientes de que ya no se refugian instintivamente en los covachos, en los abrigos…, se sorprenderán a si mismos de permanecer despiertos cuando el resto de los animales enmudecen y duermen.


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Homo será la única especie de este planeta capaz de usar el fuego, de mantenerlo vivo y de generarlo a voluntad…, pero aún pasarían miles de años hasta que esto ultimo fuese una realidad relativamente fácil de conseguir.

Y sigo pedaleando, alejándome de las casitas a mi ritmo y anhelando ganar altura para sentir el sol. Se que cuando rebase la Font de la Gota y giré a derechas, ese mismo sol se colará entre las cumbres y me dará de frente, se que las hojas caídas de una carrasca brillarán sobre la pista repleta de cantos de rodeno asomando desde las entrañas de la Calderona…, y el aroma primigenio desaparece, vuelvo a sentirme a solas entre las paredes de rodeno oscurecido por la humedad, ocupado por los líquenes y por las matas de las trepadoras…, pienso en el silencio del invierno, en los pajarillos inmóviles, con las plumas ahuecadas y los piquitos escondidos entre sus alas, en los cérvidos inmóviles entre el bosque, en sus pelambres cubiertas de escarcha y en sus alientos vaporosos…, a Homo cubierto de pieles, hundiendo sus pies envueltos en cueros en esa misma nieve que lo arrincona en lo mas profundo de las cuevas…, recuerdo el viaje a Atapuerca y los inviernos crudos en las serranías burgalesas. Su poblador ancestral fue Homo antecessor…, aquellos pioneros no usaban el fuego hace 1.000.000 de años, sufrían los fríos abrigándose, esperando a los rayos del sol, esperando a la primavera. Pero en esas mismas cuevas kársticas, otro poblador sería capaz de hacer fuego, de calentarse…, allí mismo, Neardental ya dominaría las llamas, aprendería a mantenerlas y a prenderlas. Al mismo tiempo, en África, nuestro linaje también usaba el fuego y ambos homínidos, Neardentales y Sapiens descubrían que esas llamas servían para algo mas que para calentarse, servían para ahuyentar a las fieras, servían para cocinar las carnes…, y miles de años después, el fuego se convierte en una herramienta extraordinaria. Los mismos Neardentales son capaces de someter a altas temperaturas unas misteriosas mezclas con base de pezuñas de ungulados y lograr un adhesivo con el que consiguen afianzar las puntas de silex de sus lanzas o afirmar las lazadas de fibras vegetales o de tendones animal…, y sin dejar de arder, esas mismas llamas lograrán cocer el barro hasta endurecerlo, de nuevo ante la mirada sorprendida, ante los ojos excitados de algún hombre o mujer que será capaz de deducir que el fuego convirtió en piedra el barro, o que el fuego que fundía la nieve también descongelaba la carne.

Así imaginaba mi mente infantil y soñadora como descubrían los clanes Neardentales el uso del fuego para cocinar la carne. De manera casual un pedazo de carne quedaba junto a las llamas, se descongelaba y empezaba a cocinarse…, hasta que alguno de aquellos Hombres del Hielo percibía ese peculiar olor y decidía probar ese bocado…, esto lo imaginaba en la Europa Glacial, es curioso pero siempre asocio a Neardental al frío, al hielo, a la nieve, a la niebla, al silencio invernal. A veces recreo en mi mente la visión de las escarpadas cumbres nevadas y bajo ellas las extensiones grisáceas de espesos bosques de confieras, la nieve trabada entre sus agujas, las huellas de alguna liebre blanca sobre el manto blanco, el aullido lejano y alguna columna de humo elevándose de ente aquel dosel, estrecha, sinuosa en medio de un día encalmado y sin vientos, sin ventiscas ruidosas y cortantes…, en aquellos momentos en los que homo vive y muere completamente integrado en la naturaleza, ese humo, ese aroma primigenio delata su presencia en los bosques y en las llanuras. Imagino la alegría o la sonrisa que deberían sentir aquellos pobladores cuando percibiesen ese aroma tras días de marcha, de cacería, de exploración…, aquel olor solo se podía asociar a humanos, a calor, a compañía.


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El fuego…, la herramienta que llevó a aquella humanidad emergente a la Edad de los Metales y al propio Arte. Como siempre la imaginación me lleva a ver al artista tullido que recreó las Cuevas de Altamira, creando la obra maestra de homo a la luz de unas lamparillas capaces de no emitir humo, capaces de no tiznar de negro el prodigioso techo de la mítica caverna…, el fuego, la luz, el calor y sigue con nosotros, recuerdo la imagen de Miguela, una anciana vivaz y despierta criada en las duras montañas de la serranía conquense, en Tragacete, la recuerdo de aquellos días de agosto que pasé invitado en su casa, de gruesos muros y techos bajos. Una de aquellas mañanas, cuando bajé las escaleras, con cuidado de no golpearme contra una de las vigas, me la encontré preparando el desayuno con la cocina de leña.

- Buenos días, Pedro.

Me saludó, yo sonreí viéndola manejar con habilidad un hierro con el que levantaba la tapa de uno de los fogones para observar el danzar de las llamas dentro de la cocina de forja, después manejando concentrada y ceñuda los tiros del aire…, y después sonriendo y mirándome.

-¿Qué se ha quedado sin gas…? –le pregunté.

- Ah no… -respondió la señora Miguela, volviendo a levantar la tapa del fogón y comprobando que los leños ardían como ella deseaba- que me gusta mucho cocinar con la leña y esta cocina va muy bien.

Dentro, los carbones enrojecidos parecían contemplar hipnotizados el danzar de algunas llamas que se aupaban hacia el fogón, que morían en forma de humo y calor que ascendió hasta mi rostro y que aspiré como ese aroma primigenio,…, como el que vuelvo a percibir después de dejar las solitarias cumbres de la Calderona y volver a pedalear entre las casitas aisladas que ya han prendido algunos fuegos en sus hogares…, si, en algún momento de nuestra Prehistoria, las pieles que vestían a nuestros ancestros dejaron de oler a grasa animal, dejaron de olor a piel…., el aroma del humo impregnaría aquellas ropas y las haría humanas.

sábado, 13 de noviembre de 2010

RESTAURANDO ESQUELETAJES SUBASTADOS EN SOTHEBYS..., Y VIVIENDO MI PROPIA VIDA.




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La semana había empezado mal en mi taller de esqueletaje pero realmente por mi culpa, hay algunos modelos de sofás que me dan cierto miedo, son complicados y devoran varios tablones de madera…, el Algadhy era uno de ellos y tanto lo había esquivado que al final me pasé de fecha y el lunes no tuve mas remedio que dedicarme de lleno a construirlo para poder entregarlo el martes a primera hora. Pero Juana llamó preguntándome si no podía adelantarlo para esa misma tarde, le contesté que lo intentaría y eché a correr como un galgo, a trocear tablones, a recortar dogas curvas, a encolarlas y atornillarlas…, a echar miradas fugaces al reloj hasta comprobar que el sofá, de mas de 3.5 metros de sección curva, consumía las horas y la madera como una locomotora cuesta arriba.

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Llegó la tarde y llamé a Juana admitiendo no podría terminarlo a tiempo…, colgué y volví a la sierra, a marcar tablones y a cortarlos, a disparar decenas de grapas, a ensamblar las piezas curvas y a elevar el copete en forma de bola revesa que coronaba el respaldo…, a las nueve de la noche resonaron los últimos tiros de la pistola neumática, desconecté el compresor, me encaminé hacia la puerta y eché una ultima mirada al taller. La sala de maquinas estaba repleta de serrín y la bancada de la sierra y de la universal repleta de recortes, de restos, de despieces…, como un campo de batalla después del estruendo…, apagué las luces y subí a casa satisfecho.

El martes discurrió tranquilo, fui terminando otros encargos, por la tarde salí a pedalear con la Flaca y con Joa y su Ainielle. El miércoles terminé un conjunto de rinconera con chaise longue, algunos pufs y unas patas sueltas para elevar un canapé…, y el viernes por la mañana sonó el teléfono y reconocí la voz de Mundo.

- Hola Pedrito…, mira, tenemos aquí unos sillones que vamos a restaurar, estos también los han comprado en una subasta en Inglaterra, pero son muy profundos y el cliente no es muy alto…, me gustaría que le echaras una mirada a ver que podríamos hacer para que el cliente se encuentre cómodo.

- Pues mira, la verdad es que me muero de ganas por darme una vuelta con la moto y ahora ya tengo la excusa.

- Que bien, nos harías un favor.

- Venga, pues ahora me acerco.

Y era verdad, me apetecía mucho montar sobre Run-run y pasearme bajo el sol, las últimas pedaladas habían sido contra el vendaval y el viernes había amanecido algo calmado y con las temperaturas ascendiendo como si la primavera hubiese aparecido súbitamente.

Sonreí escuchando el relentí acompasado de la pequeña custom de 125, me bajé la visera ahumada de mi casco Vintage y volví a sonreír cuando escuché el típico y característico clank de la primera. Rodé con calma, sin prisas, recordando el examen de circulación de la semana pasada, ese aprobado sorpresa…, y paré frente a la tapicería de Mundo y Pepe.

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- ¡Hombre Pedrito…¡.

- ¿Qué tal Mundo…?.

- Pues aquí, intentando hacer cómodas estas dos joyitas…, anda, siéntate y lo entenderás.

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Me quité el casco, también la chupa de motero y me arrellané en uno de los sillones, me sentí cómodo pero en una posición que invitaba a dormitar, a sestear antes que a leer un libro o a mantener una charla agradable medianamente erguido.

- Para dormir están bien –dije.

- Si, para eso si…, pero es que tu eres alto y el cliente no. Habíamos pensado en suplementar el copete y en recortarlo unos cinco centímetros de delante.

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- Esto es crin de caballo….-murmuré.

- Si, si…, de goma espuma no tiene nada –aseveró Pepe.

Me fijé en las patas torneadas, en los casquillos de metal que alojaban las ruedas y durante unos instantes pude imaginar al artesano clavando los “gabarrotes” a mano, golpeando con las estrechas cabezas de sus martillos una y otra vez, después embutiendo las fibras vegetales, moldeando con las manos y usando la aguja y la cuerda para fijar esos volúmenes, esas líneas. Dando de punto y observando los acabados, después colocando los muelles del asiento, volviendo a usar la cuerda para forzarlos y llevarlos a las alturas deseadas.

Imaginé al caballo, a la yegua o al potro que hubiese llevado esas crines sobre sus poderosas nucas, también imaginé a los agricultores que recogían la arpillera, el esparto, las fibras vegetales que los tapiceros habían usado para revestir el esqueleto de madera y después esas fraguas primigenias de la Edad del Hierro, de los Metales…, cuando homo descubre la fundición, la forja. Cuando el hombre crea las primeras herramientas de metal, las primeras armas, de filos mucho mas duraderos que los de silex, cuando es capaz de idear los primeros clavos…, esos dos sillones estaban impregnados de los viejos oficios, de las viejas artes surgidos de entre los materiales de la tierra, de la naturaleza.

- ¿Lo tienes claro, Pedrito…?, quieres un papel para apuntártelo…?.

- No hace falta…, hay que ponerle las orejas, la pieza bajo el brazo para que podáis clavar la piel y recortarlo de delante para quitarle algo de profundidad.

- Mira de donde compra las piezas el hombre –dijo Pepe señalándome la etiqueta de Shotheby´s clavada en el respaldo original en tela blanca.

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- Bueno…, siempre es un honor que nos encarguen estas cosas…, de Londres a Valencia.

- Hombre, pues si… -convino Mundo- pero nos aprietan mucho en el precio y sin embargo mira lo que ha pagado él por los sillones…, ochocientos euros por cada uno.

Las palabras de Mundo resonaron durante un buen rato en mi cabeza, ni siquiera el sonido de Run-run de vuelta a casa consiguió mitigarlo. De nuevo los intermediarios se llevaban el dinero y de nuevo los artesanos, las personas con oficio y habilidad se alimentaban de las migajas de los poderosos, de los especuladores, de los negociantes, de los comisionistas…, clank, engrané primera cuando se iluminó la esfera verde, aceleré y cambié a segunda, giré a derechas y al final de la avenida, entre las altas siluetas de las viviendas, entre los perfiles encorvados de las farolas y bajo un cielo diáfano…, descubrí los conocidos perfiles de la Calderona, sonreí dentro del casco y piloté hacia mi carpintería.

Yo también me alimentaba de esas migajas…, pero de momento podía pedalear por la Sierra Calderona todos los sábados, de momento podía pedalear con la Flaca los martes, los jueves y los domingos…., o cualquier otro día de la semana que amaneciese encalmado, soleado…, invitando a sentir el sol y a la naturaleza, a mi propio organismo en armonía…, mas allá de las facturas, de los caprichos de los decoradores o del trato brusco y antipático de algunos clientes.

Recuerdo que una vez me citaron un sábado para ver un trabajo…, también recuerdo que contesté…, “los sábados pedaleo por la Calderona…”.

sábado, 6 de noviembre de 2010

LA SIERRA CALDERONA..., SIEMPRE AHÍ.

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Run-run, la pequeña custom 125 no hace demasiado ruido…, pero comparado con el rodar de la Bicipalo o de la Flaca, su marcha es estruendosa y repleta de ruidos aerodinámicos, el viento se arremolina alrededor del casco y hace que los camales del pantalón aleteen mientras enfilo la horquilla delantera hacia la Sierra Calderona…, para después enmudecer y tan solo escuchar el rodar de la Bicipalo, el crujido de la tierra y de las piedrecitas bajo sus neumáticos…, y en medio de ese silencio, de esa calma, recuerdo la rodada de la semana pasada en un día gris y ventoso.
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Recuerdo que lo pasé bien, como si me reencontrara con la serranía y su soledad, aún no con esa soledad invernal que pronto se abatirá sobre ella pero ya con los primeros fríos asomando de entre las umbrías, como si descendieran de los picos mas altos, como si el invierno migrase a las tierras mas altas para después abatirse sobre los llanos con su velo blanco y gélido.

Pero hoy contemplaba una Calderona que se desperezaba pausadamente, casi como somnolienta pero sonriente bajo un cielo límpido, despejado, sin brumas, sin nubes altas, sin las marcas blanquecinas de los reactores…, tan solo ocupado por un sol que emergía y se elevaba ardiente y generoso, benevolente, dadivoso de vida y calor…, tan ajeno y tan distante a los recuerdos que iban acudiendo a mi mente mientras las pedaladas se sucedían entre aromas, entre olores, entre algunos jadeos, entre los saludos a otros ciclistas, entre las rampas del Portixol, de la Font de Berro…, tras serpentear entre sus pistas, algunas con el suelo rojizo por el rodeno, otras mas amplias y soleadas, algo resecas y blanquecinas.

Los pensamientos iban y venían, pedaleaba y recordaba el dolor de las rodillas que me acompañó durante la última práctica de moto antes del examen. Al final estaba cansado y deseando dejar la naked y montar sobre mi cómoda Run-run. Al día siguiente me adelantaron la hora del examen sin previo aviso, rodé con mi pequeña custom hasta la zona de examen y sonreía a un día que también había amanecido despejado y luminoso. Valencia resplandecía e incluso pude ver los azules perfiles de la Calderona desde los amplios viales abiertos alrededor de la zona de Campanar…, sigo pedaleando después de beber agua en el Berro, remontando de cara al sol hacia el Collado de la Moreira, a solas y habiendo dejado atrás a un par de ciclistas que me han atacado en el Portixol, me han sacado un par de metros pero en la segunda curva uno de ellos se ha parado y al otro le hecho jadear tras mi rueda…, sonrío aliviado, el examen ya lo pasé, es una preocupación menos y algo tan distante a esto que me rodea, al pinar que permanece inmóvil sobre la Moreria en calma, mirando a un mar que asoma y destella deslumbrante ahí donde la serranía declina hasta besar las aguas del mediterráneo.

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Desciendo por la pista del Campillo y vuelvo a contemplar esos horizontes azules, de nuevo al perpetuo penacho de vapor de la nuclear inmóvil en la distancia. Es un azul falso, es una ilusión óptica, es una visión recreada por mi cerebro, por mis neuronas engañadas, es la imagen que se recrea en la oscuridad de la bóveda craneal y que poco a poco va adquiriendo perfiles, colores y tramas reales, se llena de detalles conforme sigo descendiendo hacia la llanura del Camp del Turia.

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El azul de ese horizonte es ahora verde y marrón, es el negro del asfalto y el color del pinar, de los romeros y de las coscojas, del mismo pelaje marrón y negro de Norton. Pero al volver los ojos hacia la serranía descubro que ahora ella se ha vuelto azul, sus pistas rojizas o blanquecinas son ahora azules, sus pinares son ahora del color del cielo…, una realidad cambiante, una realidad que voy descubriendo lentamente.

El sol inunda la terraza, puedo escuchar el zumbido de los insectos, el zumbido de la vida, puedo ver los destellos de las alas de las libélulas sobrevolando la piscina y puedo paladear el café ganado después de la pedalada. Escucho los trinos de los estorninos, algunos gorriones…, pero son sonidos que se conjugan con la calma y el bienestar, con el silencio natural que reinaría sin la presencia de homo.

Vuelvo a mirar al cielo y vuelvo a verlo diáfano, puro…, ya no veo las fugaces siluetas de las golondrinas, ya se marcharon a África y yo aún estoy aquí. Algo mas relajado, puede que un poco mas tranquilo y sosegado, saboreando el café y sentado en la terraza, volviendo a recordar la voz del examinador resonando en el casco o reviviendo la entrevista de trabajo que tuve el viernes a medio día. El señor Emilio, se mostró amigable, accesible, de trato afable…, incluso me atreví a rectificarle el dibujo que estaba haciendo de un cabezal de cama que me iba a encargar. Recuerdo también el lento tráfico de vuelta a Valencia desde Alcacer, los cuatro carriles de la autovía saturados y mi sonrisa al recordar que ya había aprobado el dichoso carné de la moto.

Y ahora, aquí todo es tan distinto, todo es tan distinto allí arriba, entre las montañas, tan natural, tan a merced del viento y de la lluvia, de la calma y de la tormenta.

Pero el café también se termina y los chuchis están nerviosos porque quieren salir a correr, a olfatear a los conejos, a rastrear entre las matas de esparto, a olisquear, a reproducir en sus cerebros la realidad que les llega desde su prodigioso olfato, otra realidad que está ahí pero de la que yo apenas si percibo un atisbo en forma de olores conocidos.