Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

lunes, 4 de abril de 2011

VAGABUNDEANDO... en "Diario de Homo".

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- A ti nunca te faltará la faena… -solía decir mi padre.

Me miraba con sus ojos azules, vivos y brillantes en un rostro de anciano en el que apenas si quedaba algún rastro del ictus…, me veía algo callado o abatido, me preguntaba que porque andaba así y yo solía contestarle que por el trabajo, en ese momento es cuando lo decía.

Estos días ya no ando abatido o callado, realmente vagabundeo y papá ya no está en el comedor para preguntarme por el trabajo, tampoco en la habitación del Hospital General ni en el dormitorio que compartimos durante los últimos siete años…, papá ya no está en ningún sitio, aunque unas semanas atrás, mientras pedaleaba con la Flaca entre los pinares del Camino de las Canteras, de Porta Coeli a Serra, pensé en él, creí que si en esos momentos mi padre era un espíritu liberado, no estaría desde luego en el comedor de casa viendo las películas de vaqueros o los partidos del Valencia, podría estar pedaleando ahí mismo junto a mi o pescando en el Perellonet o entre las barcazas del puerto de Castellón. Ese pensamiento me hizo sonreír.

Ahora ya no madrugo y a eso de las ocho me tomo el café y me bajo al viejo cauce del Turia a pasear a Cecil y a Pipper, estos días ya escucho a los mirlos, incluso los veo picoteando entre el césped, los veo en sus vuelos a ras de las briznas y al tiempo siento ese frescor especial de las amanecidas primaverales. La atmosfera consigue hacerme sonreír, incluso durante algunos minutos recupero una alegría y una felicidad perdida en los últimos años. Durante esos breves momentos me olvido de la muerte de papá, me olvido de que no tengo trabajo, me olvido de mi dolor de estomago…, pero enseguida lo recuerdo todo y me falta el aire…, observo al anciano que corre hacia mi con buen estilo y luciendo un bigote cano bien recortado y no puedo evitar pensar en que está muy cerca del final de su vida. Me sigo cruzando con personas mayores que bajan a los esplendidos jardines a caminar, a pasear, a tratar de recuperar la salud abandonada durante la juventud, a vivir la jubilación…, mientras una pareja de indigentes aún duermen cubiertos por unas mantas. Cecil y Pipper se acercan a olisquear, les silbo y vuelven al trote.

Sigo paseando, dejando que el sol me llene y contemplando como las hojas del césped parecen iluminadas desde sus propios tallos…, después vuelvo a casa sin la necesidad de levantar a mi padre y la encuentro silenciosa, muda, no se oye nada. Por las tardes pasa algo parecido, a eso de las seis subo a tomarme el café, a veces no hay nadie, y otras mi madre ve a solas los programas del cotilleo, Miriam no está y papá tampoco.

Un mes después mi vida apenas si ha cambiado.

Cuantas veces dije que no a mis amigos, a mis amigas, a mis ex novias…, por atender a mi padre, cuantas veces envidié a los que disponían de sus fines de semana, a los que disponían de su tiempo…, y ahora, me veo incapaz de batir las alas, tan incapaz que un día de esta semana miré a mi madre y le dije.

- Mamá…, ahora que hace bueno, ¿quieres que los viernes nos vayamos al chalé…?.

- Ah, pues bien…, aunque no me aclaro nada con el mando a distancia de allí.

Y nos hemos subido a las Tierras Altas con Cecil y Pipper…, como antes pero sin él, por la mañana he sacado a la manada y después he salido con la Bicipalo, he pedaleado como los últimos sábados de mi vida, a solas y decidiendo remontar por el barranco de la Vigueta pero sin forzar, usando las grandes coronas o el plato pequeño, reconociendo los olores de la primavera, sintiendo ese frescor tan especial y rodando sobre esa tierra rojiza de la Calderona, escuchando el rumor del torrente surgido con las lluvias de la semana pasada y dejando de pensar en la ausencia de trabajo.

Por delante he descubierto a dos ciclistas y me he animado un poco, la Vigueta es una pista dura y tortuosa, repleta de losas de rodeno que surgen cortando la estrecha carrilada. Asciende encajonada entre las montañas, a la sombra y en la soledad de una ascensión dura…, por eso he tratado de tirar tras ellos hasta que en uno de los pasos difíciles me he caído.

La rueda delantera ha empezado a bailar, ha levantarse mientras yo hacia girar los pedales y trataba de seguir subiendo, pero apenas si rodaba unos palmos y se topaba con otra piedra de rodeno, tropezaba y volvía a despegarse del suelo hasta que he perdido todo el impulso y he empezado a desplomarme sobre mi costado izquierdo, he mirado hacia las rocas y he sentido el golpe contra el costado, he notado como un tirón ahí donde últimamente me duele y me he quedado quieto sobre el camino…, como si el mamut que barrita desde el manillar se hubiese derrumbado abatido por el desanimo, por el abandono de las mismas ganas de sonreír, de vivir, de mover los pedales.

He suspirado y durante unos instantes he estado quieto, con los pies enredados en el chasis de la Bicipalo, apoyando las manos contra la rugosa superficie del rodeno, viendo la tierra roja rodeando mis dedos, manchando mis gemelos, el maillot…, me he sentido extraño, casi débil…, hasta que me he vuelto a levantar, he tenido que empujar unos metros y he vuelto a montar, a pedalear y a alcanzar a los dos ciclistas, me he pegado al ultimo de ellos y he logrado coronar Tristán sin volverme a caer, ellos han virado hacia Gátova y yo a derechas, hacia la Font del Poll.

Los paisajes de siempre, siempre el mismo pensamiento, la misma sensación.

He vuelto a pedalear en solitario, muy relajado, recuperando el resuello y volviendo los ojos hacia ese barranco que acababa de remontar y esas visiones me han vuelto a deleitar.

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No pasa ni un solo día en el que me quede absorto tratando de comprender el milagro de la visión, que un impulso nervioso surgido desde el globo ocular, suba por el nervio óptico hasta el cerebro y que él, siempre encerrado en su bóveda craneal, siempre envuelto en la oscuridad, forme las imágenes que estoy viendo, se que son interpretaciones de mi cerebro, de las neuronas que habitan las áreas especificas encargadas de decodificar la información que les llega desde las pupilas, esa parte de nuestro cuerpo que parece de cristal, del vidrio mas hermoso y vivo.

Y desde la Mocha he visto el mar, también la pista que baja hacia el Poll, hacia la Falaguera, hacia la Moreria…, y muriendo allí cerca de los horizontes azules.

Me he dejado caer por esa misma pista, sin prisas, apenas sin pedalear, recordando la caída, el dolor de los últimos meses hasta que he descubierto el muro trasero de la vieja casa forestal del Poll. Hasta hace bien poco la casa estaba oculta por la vegetación, apenas si asomaban algunos de sus muros entre los pinos, entre las exuberantes coscojas, entre los lestinclos y entre alguna pequeña sabina, descendiente de la vegetación que pobló estas serranías durante la última glaciación…, pero con los recientes desmontes parece resucitar serena, sobria y recia pese a su ruina, pese a que el tejado se vino abajo hace tiempo y puede que centenaria, no lo se, pero si se que un vecino, Vicente Boluda me habló de ella cuando hace 40 años, la Calderona tenía un aspecto bien distinto. Me contaba que los pinares eran espesos y que por sus caminos era fácil encontrarse con las caballerías o con los braceros que trabajaban los bancales, me contaba que en la casa se podía dormir, que se podía hacer noche para continuar al día siguiente con las excursiones por esa escuela de montañismo que era la Sierra Calderona.

Hago algunas fotos, subo la ladera rapada por las desbrozadoras y me paro en el Poll a beber agua, la veo discurrir por encima del grifo, mana directamente de la montaña, de los peñascos que se alzan sobre ella. Vuelvo a montar y doy unas pedaladas cuesta abajo, hacia la Falaguera…, y poco a poco me voy sintiendo mejor, me olvido de la caída, del estómago y me dejo llevar, incluso me apetece soltar el manillar y extender los brazos para “hacer el águila”, me río entre el golpeteo de los neumáticos sobre las piedrecillas de la pista y recuerdo que esta semana, en unos de esos paseos por el viejo cauce del Turia, en Valencia he hecho el águila, en esos momentos, en esos minutos en los que me sentí bien percibiendo los cánticos y el aliento de la primavera…, extendí los brazos simulando el planear de un águila…, pero ahora mismo, si suelto el manillar para hacer de rapaz dichosa seguro que me vuelvo a caer.

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Sigo descendiendo, me cruzo con algunos ciclistas que suben por el camino del Campillo y me desvío hacia la Vella, vuelvo a encontrarme con sus viejas montañas, con los bancales abandonados y colonizados por la vegetación autóctona, vuelvo a contemplar esas imágenes que tantas veces he fotografiado y me sorprende mi propia actitud, me ha faltado poco para parar y hacer la foto en el mismo sitio…, pero continuo el descenso entre sus curvas, entre las imaginarias líneas de nivel que se encaraman o que bajan entre las lomas y colinas.

Dejo a mi izquierda la sendita que conduce hasta la Cueva de Soterraña freno en el cruce con la pista que sube desde el aparcamiento de Porta-Coeli, hecho pie a tierra y agradezco el silencio, han cesado las turbulencias del aire en mis oídos, el rumor de los neumáticos sobre la tierra, sobre las miles de piedrecillas que se diseminan sobre las pistas de la serranía…, hasta que llega un coche que baja desde el Portixol y levanta una polvareda, toma algunas curvas y oigo voces un tanto airadas. Entre la nube distingo a cinco bicicletas pilotadas por dos niños y tres niñas. Es la voz de un adulto quien recriminaba al conductor que iba demasiado deprisa.

Sigo esperando, llegan a mi altura y reconozco el maillot de club de triatlón de Bétera.

- Ese problema lo vas a tener siempre…, ahora que han allanado la pista los coches van como por una carretera.

El hombre para y me mira.

- Pues aún pretendía tener razón.

- Claro, va en coche…, veo que sois del club de triatlón de Bétera, ¿conocéis a María José…?.

- Claro –responde el hombre sonriendo- es la maestra de Martín, del pequeñajo este que es mi hijo.

El chiquillo me mira levantando un poco la cabeza, lo suficiente para mirarme por debajo de su casco, sonríe con mesura y da un trago de su botellín

- Es que soy amigo de Pilar y se que hacen carretera juntas

- Ah…, que también conoces a Pilar…?.

- Si.

Las tres chicas llegan, son mayores que los chiquillos y las veo algo cansadas, se quejan del sol, tienen sed y no saben si continuar. Una de ellas me mira y me pregunta.

- ¿Cuánto falta para la Gota…?, es que nos hemos quedado sin agua y nos estamos quemando con este sol.

- Pues mira…, -señalo hacia unas cumbres repletas de pinares- ¿veis ese vallecillo allí arriba….?, pues tenéis que coronarlo y después queda poquito y a la sombra, pero casi te aseguraría que en la gota apenas si cae agua.

- Uf…, pues nos volvemos ya.

El hombre trata de convencerlas para que continúen, su tono de voz es afable y cariñoso, condescendiente, respetuoso…, pero las chicas deciden volverse y los dos pequeños parecen desanimarse, dudan de que hacer y yo les ofrezco la posibilidad de rodar conmigo.

- El camino es cuesta abajo y tiene una pequeña trialera, después un cortafuegos…

- Bien… -susurra Martín- a mi me gustan las trialeras.

- A mi no… -confiesa Ismael- si es difícil la bajo andando.

Los chiquillos me miran y son capaces de seguir preguntándome, me sorprende la calma que les envuelve, la complicidad con que los hermanos hablan, el dialogo con su padre…, y empezamos a pedalear.

Ismael, Martín y Manolo.

Rodamos unos metros en dirección al Portixol y nos salimos por un estrecho camino que desciende hacia unos de los muchos barranquillos y ramblas que cortan la Calderona. El monte bajo nos empieza a envolver, las coscojas se vencen sobre la pista, la hacen mas estrecha y sinuosa, casi como mas rápida…, las carriladas surgen cortando el camino, descarnándolo, arrastrando la tierra y mostrando la roca gris sobre la que rodamos, sobre la que ruedan los dos chiquillos siguiendo la estela del padre, la mia…, hasta que paramos y les enseño el paso técnico.

- Tenéis que dejaros caer y sin mover demasiado el manillar –les aconsejo mientras observo las muecas en sus caritas, Ismael arquea las cejas y Martín mira concentrado el montón de piedras y estratos grisáceos que emergen convirtiendo la pista en un canchal de gravas y lajas sueltas- hay un pequeño escalón en medio, pero lo dicho, con un poquito de velocidad sorteareis las piedras…, es como cuando bajas un río en piragua, si no remas para ir mas rápido que la corriente no puedes ir a donde quieres.

Veo que Martín deja su pequeña bici sobre las piedras y se acerca a examinar el camino, mueve su cabeza y regresa.

- Si, creo que se puede bajar.

- Pues hala, vámonos.

Manolo se adelanta y baja, después le sigo y paramos…, giro la cabeza y veo a Martín lanzarse sin miedo, veo como da saltos y escucho como su padre le grita instrucciones. Sortea los baches, baja el escalón, sigue dando saltos y nos alcanza.

Una sonrisa serena ilumina su carita y el padre se vuelve hacia su otro hijo, Ismael baja andando, pero sonriendo, admitiendo sin vergüenza que él no se atreve a bajar.

Seguimos bajando y me da tiempo a reflexionar lo que estoy viviendo con esta familia que acabo de conocer…, ese descenso que acabamos de hacer no es fácil, pero ellos lo han hecho fácil, tanto el padre como los dos chiquillos. Las piedras estaban ahí, con sus cantos afilados, cortantes como lascas de silex, antipáticas y recalentadas por el sol…, pero nada más.

Salimos del bosquecillo de jóvenes pinos y paramos a los pies de una suave loma.

- Ahí está el cortafuego…, pero podemos rodearlo por pista, lo que queráis.

- Venga, vamos a verlo y luego decidimos, ¿que os parece…? –sugiere Manolo.

Observo que a Ismael no le hace mucha gracia, pero al final volvemos a pedalear y coronamos enseguida…, la pista se desploma ante nuestros ojos y vuelve a remontar hacia otra de las colinas, una auténtica “V” que recuerda a las rampas que utilizan los esquiadores en la modalidad de salto.

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- Uf, hay mucha pendiente –murmura Manolo.

- Si, pero el suelo está bien, hay que bajar por la derecha –comento- pero lo dicho, podemos rodear esas casas y salimos a la pista que veis ahí abajo.

- ¿Cómo lo ves, Martín…?, yo voy a bajar, por delante hay sitio para frenar.

- Bueno, baja tu primero –responde el chiquillo.

- Bueno, ahí voy.

Manolo vuelve a montar, rueda hacia la rampa y empieza a caer, a ganar velocidad…, deja tras de si una pequeña estela de polvo, atraviesa la pista dando brincos y remonta la siguiente colina hasta pararse a media altura…, lanza un grito y nos saluda.

Los dos niños no han perdido detalle y han visto a su padre bajar embalado, vibrando, quizás demasiado rápido.

- Voy a echar una mirada antes… -susurra Martín y deja su bici, se acerca, se asoma a la rampa y yo le miro, le veo tan pequeño, tan frágil que cuando le veo lanzarse cuesta abajo siento algo de miedo. Manolo le grita desde abajo, le dice que use el freno trasero, pero su hijo va demasiado deprisa y me da la sensación de que no está frenando. Poco a poco se va haciendo más pequeño, es una silueta que vibra, que se mueve, que da saltos, que alcanza el final de la rampa y que vuela por los aires…, solo veo un revoltijo de brazos, piernas, ruedas, manillares y pedales entre pedacitos de plantas, de virutas y de pinocha que se levanta con los rebotes del chiquillo.

- Vaya leche que se ha marcado… -murmura Ismael, volviendo a arquear sus cejas.

La desazón me invade pero una risa nerviosa se forma en mis labios temblorosos cuando veo a Martín levantarse y separar sus brazos.

- Ismael, creo que tu y yo vamos a bajar por la pista, ¿no…?.

- Pues si.

Retrocedemos, rodamos sobre la pista y volvemos a encontrarnos con su hermano y con su padre…, Martín ya está montado sobre su bici, incluso sonríe. Me acerco y le veo la muñeca derecha un poco enrojecida.

- ¿Cómo estas…?.

- Bien.

- A ver, dame la mano.

El niño cierra sus deditos sobre los míos con fuerza, sin miedo, sin apartar sus ojos de los míos.

- ¿No te duele…?.

- No…, si no ha pasado nada.

- Si son de goma –bromea Manolo.

- Pues vaya susto que me has dado..., umm, me parece que has llorado.

Su padre suelta una carcajada.

- Claro que ha llorado pero porque yo le gritaba que frenase y él se pensaba que le echaba la bronca por haberse caído.

Martín contesta con su voz comedida y demasiado medida para un niño, Ismael dice algo en el mismo tono y Manolo replica bromeando, sus hijos vuelven a responder…, y yo sigo observando la escena, la relación tan amigable, tan dulce, tan franca, entre pedalada y pedalada, mientras nos cruzamos con una pareja de galgos que caminan esbeltos junto al galguero demasiado lejos de las llanuras extremeñas, mientras seguimos descendiendo hacia unos enormes farallones que se elevan a unos cientos de metros por delante de nosotros.

- Veis esa montaña que está como rota…, pues yo creo que hace unos miles de años se hundió y por eso tiene ese color marrón…, ahora, mas adelante veremos los restos.

Seguimos pedaleando, atravesando algunos campos de algarrobos labrados hasta que bajamos al pequeño barranco que serpentea repleto de cantos rodados, de piedras redondeadas tras miles y miles de avenidas, de lluvias, de tormentas, de borrascas.

Paramos a los pies de la pared y señalo hacia las inmensas piedras que alguna vez formaron parte de esa montaña.

- Yo estoy convencido de que esa pared se desplomó de golpe, no se, por algún terremoto, por alguna helada.

- Si, desde luego estas piedras han caído de allí arriba –afirma Manolo.

- Pero fíjate…, los pinos ya han crecido en esas mismas piedras.

- En esas grietas en las que apenas si habrá tierra.

No me atrevo a decirles que a veces he parado aquí a buscar útiles líticos, que tengo el convencimiento casi infantil de que entre estos pinares vagabundearon los clanes cazadores-recolectores que ocuparon estas tierras en los últimos miles de años y que en una de las enormes rocas que ocupan el lecho de la rambla creí encontrar los restos de una talla, de la extracción de una lasca para tallar algún bifaz, alguna punta de flecha, algún raspador para curtir la piel de algún cérvido abatido en estos montes…, quizás todo ocurrió en mi mente, en mi imaginación o que puede que sus restos aún estén por aquí aunque no consigamos verlos ni percibirlos nunca.