Ala Quebrada...., un vencejo que casi se arrancó el ala contra el cable anclado muy cerca de la junta de dilatación donde dcidió anidar, desde entonces,día tras día lo esquiva para poder alimentar a su polluelo.

miércoles, 31 de agosto de 2011

UN DESCENSO TRANQUILO, PLACENTERO, SIN PEDALEAR.


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Ahora, a la vuelta de tantos años saliendo en bicicleta he aprendido a disfrutar de ella, de las pedaladas y de las rodadas en solitario, a mi ritmo tranquilo, sin retar a nadie, sin tratar de perseguir a pelotones que me rebasan como trenes de alta velocidad.

Ahora, a la vuelta de tantos años he aprendido a dejarme caer sin pedalear desde el Oronet hacia Sagunto, hacia Geldo o hacia Serra…,

A dejarme caer sin pedalear desde el Pico del Águila hacia Altura o hacia Gatova…, estoy gozando con ese premio que los puertos siempre te otorgan cuando los coronas, no importa que seas el último, el tercero o el primero. La cumbre siempre espera paciente, quieta, inmóvil y ves como te mira cuando levantas la cabeza y descubres que estas mas cerca y cuando sabes que con unas cuantas pedaladas más coronarás y te dejarás caer, ese el premio.

A finales de agosto iba remontando el Oronet desde Serra, tranquilo, pedaleando suelto, respirando relajado y echando miradas a los pinares, a las gramíneas crecidas en el arcén, ahora verdes y espesas, formando unos setos naturales que me gusta rozar con la mano cuando voy bajando distraído y disfrutando.

Me encontraba bien y sonreí cuando encaré la curva en U cerrada justo a la altura de esa fuente que mana desde un estrecho, desde un cañón precioso y siempre fresco, siempre húmedo y siempre relajante, envuelto por el murmullo continuo del agua. Las sombras de un espeso bosque de ribera me envolvieron y recordé los días invierno, el olor de las hojas muertas, el frío, la humedad.

Seguí ascendiendo en solitario, como suele ocurrir siempre en esta carretera entre semana, subes ensimismado, pensando en tus cosas, en lo que te angustia, en lo que te preocupa o simplemente gozando de cada vuelta de plato y de piñón. Yo subía relajado, percibiendo mi cuerpo, aspirando el aire limpio y sano de la montaña, escuchando mi propia respiración, acompasada y suficiente para llenar de oxigeno mi sangre.

Coroné y seguí pedaleando sin prisas, engrané el plato grande, bajé unos piñones, di unas cuantas pedaladas y me dejé caer, simplemente me dejé caer sonriendo, respirando profundamente, mirando hacia los horizontes, hacia las cumbres escarpadas y algo turbias de la Sierra de Espadan, mirando hacia la carretera que caía en picado, virando a izquierdas o a derechas, perdiendo altura y a veces volviendose flexible y viva como una serpiente.

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Me sentía feliz, a gusto, sereno… y me inclinaba sobre los estrechos neumáticos, echando la mirada muy por delante de la salida de la curva y como emborrachándome, como teniendo visiones, como creyendo que el asfalto era eso, una culebra retorcida que me invitaba a rodar sobre su dorso.

El quitamiedos de chapa trazaba los virajes o se enderezaba en los tramos rectos, también era dúctil y se reviraba al mismo tiempo que la culebra asfáltica…, las visiones me hacían sonreír, sentirme bien en medio de esa vertiginosa soledad en la que me inclinaba a izquierdas o a derechas, en la que apenas si pedaleaba, en la que escuchaba el viento en mis sienes y lo sentía contra mi pecho, percibiendo el rumor de la rodadura, los ecos del carbono con los parches de alquitrán, en medio de la grandiosidad de los valles y gargantas, de los llanos allí en el Camp de Morvedre o de las montañas del Alto Palencia.

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Me dejaba caer y los pretiles encalados pasaban junto a mi rodilla derecha mientras que a mi izquierda se alzaban taludes de roca o campos de olivos, pinares, tierra…, de nuevo a la derecha, mas pinares frondosos, sendas que se perdían entre las sombras…, y el descenso como un ave que planease con las alas desplegadas hacia la vaquería, hacia el Tochar, hacia Segorbe, hacia Altura, hacia las primeras rampas del Pico del Águila, hacia sus curvas entre paredes de rodeno rojo y ente pedaladas silenciosas, con paciencia, remontando de nuevo en soledad, al ritmo de mi corazón y al de mis piernas, al del aire aspirado y enviado a las fibras musculares.

Sin prisas, sin premuras…, hacia esa cumbre, hacia el premio del descenso, llegues el primero, el ultimo o como si fueses el último ciclista en su rodada íntima y solitaria…, puede que como las de Enrique, ese hombre de casi 85 años con el rodé uno de estos días de agosto.

viernes, 26 de agosto de 2011

9ª entrega de "EL VERANO DE LOS PERROS FLACOS"

Cielos de cemento, sueños rotos.

En el aparcamiento subterráneo el cielo era de hormigón y los soles tubos fluorescentes, el polen era carbonilla adherida a las paredes y los aromas eran decenas de componentes químicos volátiles que sustituían al plomo de las viejas gasolinas.

Alberto se acomodó es su BMW blanco y le gustó el sonido de la puerta al encajarse en la carrocería, se sintió cómodo en la banqueta, a salvo entre los airbags y las barras de refuerzo, entre los circuitos del ABS y entre los sistemas inteligentes de tracción. Y al girar la llave de contacto todo continuó siendo igual de placentero, apenas si una leve vibración, apenas un ronroneo que sonaba lejano y contenido entre capas de fibra insonorizante. Llegó a dudar de que hubiese un motor ahí debajo del capó delantero…,si, todo era igual que en los mundos que el creaba, todo era igual que en la campaña publicitaria de la marca, el placer de conducir sin necesidad de llegar a ninguna parte.

La imagen mental surgió ruidosa, recordó el sonido del Seat 1430 de su padre, visualizó aquella calandra de cuatro faros cuadrados, el color marón oscuro, señorial, casi de coche oficial del franquismo y aquel sonido que llenaba el espacioso habitáculo, el peculiar ruido…, tan distante al silencioso BMW.

Se puso el cinturón de seguridad y fue maniobrando por el aparcamiento hasta salir a la calle, aceleró por la avenida y continuó sin escuchar el motor, percibió como se alzaba la parte delantera y como sus riñones presionaban contra el asiento.

Madrid anochecía al otro lado del cristal, el calor quedaba también a ese otro lado, igual que los viandantes que se abanicaban, igual que el ruido del tráfico, mientras que en ese otro mundo dentro de la berlina de lujo solo se escuchaba la voz de los distintos locutores en las distintas emisoras de radio.

Alberto tenía presintonizadas todas las cadenas en las que emitían cuñas publicarías diseñadas por su equipo de creativos o por él mismo. Tarareaba la música, afirmaba con la cabeza y tamborileaba con sus dedos sobre la fina piel del volante…, hasta que volvió a fijarse en sus manos, en las venas del dorso, en las arrugas de las falanges, en algunas manchitas…, y mas al fondo, a una profundidad de campo mayor descubrió el cuadro de mandos, las esferas iluminadas, la exquisitez de cada pieza cromada, la impresión de los números, el encaje de las piezas del salpicadero…, todo era perfecto salvo sus manos, salvo su piel.

Aún así, pese a esos lujosos acabados, la perfección de la berlina no tenía vida, pero si una tecnología capaz de lanzarlo a mas de 140 kilómetros por hora, circunvalando Madrid, sin apenas ruidos ni vibraciones, sin fatiga, sin jadear…, sin sentir nada, permitiéndole dejar volar el pensamiento hacia el trabajo o echar miradas fugaces a la urbe envuelta en una nube de contaminación y en la que miles de puntitos de luz comenzaban a brillar, parecidos a esos que destellaban a unos cientos de metros por delante, entre luces rojas que aumentaban de intensidad súbitamente.

Frenó, el capó se inclinó hacia abajo y los amplios neumáticos deceleraron el coche hasta detenerlo sobre un asfalto repleto de cristales, de objetos de plástico, de pedazos de molduras, de cd`s que destellaban con la luz acervezada de las farolas…, que crujían mientras iba avanzando lentamente, al tiempo que la guardia civil de trafico hacia sonar los silbatos y daba paso moviendo sus brazos

Los bomberos se movían alrededor de un coche volcado sobre su costado izquierdo, enseñaba la panza oscura, sucia, los entresijos de la transmisión, la línea del escape, los anclajes de la suspensión…, la cara oculta del sueño del placer de la conducción.

Siguió avanzando a paso humano, siguió observando y viendo el resto de la carrocería repleta de abolladuras, lijada contra el asfalto, golpeada y deformada, el parabrisas delantero pulverizado y unos metros mas allá unas mantas térmicas doradas cubriendo a dos cadáveres.

Su cerebro dejó de procesar las voces de los locutores, las sintonías repetitivas y pegadizas de la publicidad y recordó a su padre, a ese momento en el que todo terminó sin mas…, y se preguntó si quien yacía bajo la manta metalizada fue consciente del momento, si fue consciente del fin de ese sueño de la inmortalidad que la misma publicidad le había vendido y que la vida misma nos vendía como única forma de no perder la razón al descubrir, tarde o temprano que tan solo éramos entes biológicos surgidos tras miles de millones de años desde que el planeta comenzó a enfriarse.

Volvió a acelerar cuando rebasó a la ambulancia detenida en el carril derecho, apagó la radio y volvió a contemplar los horizontes artificiales, las luces que parecían parpadear, la bruma oscura confundiéndose ya con el cielo nocturno.

La berlina blanca se perdió entre los miles de vehículos que rodaban sobre las autovías que rodeaban Madrid, que se salían hacia las poblaciones vecinas, hacia esas enormes islas de luz y calor que poco a poco iban empequeñeciendo a medida que el bando de vencejos aleteaba y ascendía, conforme se elevaban sobre la urbe, sobre homo y el paisaje antropizado. Ascendían en silencio, batiendo las alas, buscando las alturas para permanecer en un extraordinario sueño oculto a los ojos de los hombres.

domingo, 21 de agosto de 2011

DESDE LOS DIEZ AÑOS SIN DEJAR DE PEDALEAR.

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Esta mañana, después del paseo con la manada he salido de ruta con la Flaca, a rodar sobre asfalto, a pedalear esquivando el Pico del Águila, dejando de lado la subida a las Alcublas, a la Cueva Santa, a pedalear por los caminos vecinales que cuadriculan el Camp del Turia y que conducen a sembrados y a campos de naranjos, a parcelas de almendros y a huertas cuidadas con mimo en las que he descubierto las flores amarillas de las calabazas y a sus matas rastreras de grandes hojas, a hileras de brotes germinando, emergiendo de unas tierras labradas, fertiles y trabajadas con tesón y sentimiento.

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Pero antes de perderme por esos caminales he tenido que rodar la vía de servicio desde el chalé, desde las llamadas Tierras Altas hasta una rotonda antes de llegar a Marines Nuevo.

Yo pedaleaba tranquilo, como en los últimos meses en los cuales no reacciono cuando alguien me adelanta y en los que he descubierto el placer de rodar por rodar, el placer de poder contemplar lo que me rodea y el de parar en cualquier sitio sin la premura del tiempo o del rendimiento. Poco a poco me he ido relajando, es como si desde que mi padre muriese me fuese ido calmando tras la ansiedad de estos últimos siete años, es como si supiese que llegará un día en el que ya no podré pedalear, por vejez, por enfermedad o por falta de ilusión, de ganas y por eso trato de vivirlo de otra forma, con mas sosiego, con mas gusto como para poder percibirlo mejor.

Pedaleaba tranquilo, como en los últimos meses, a mi aire y entonces lo he visto por delante de mi, pero él ciclista rodaba por la carretera y no por la vía de servicio.

Durante unos cuantos kilómetros le he observado, hemos ido trazando las rotondas, pedaleando en paralelo, pero él por la carretera, como los ciclistas de toda la vida y yo por el carril de servicio. Le he visto perder un poco de fuelle en uno de los repechos y entonces nos hemos desviado en la rotonda de Marines hacia los caminos de las huertas.

Poco a poco le he ido ganando metros, acercándome por detrás hasta que he podido reconocer el maillot verde de la Quebrantahuesos y ya mas de cerca me he dado cuenta de que no era ningún joven, el pelo completamente blanco asomaba por debajo el casco y por encima de una nuca reseca y replegada, sin embargo, sus piernas conservaban una musculatura aún firme y tensa, aunque ya se notase la piel algo fláccida por detrás de unos muslos que movían con agilidad el plato de 39 dientes.

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En ese momento nos han adelantado cuatro bicicletas y el hombre ha dado un leve tirón, he notado como durante unos segundos hubiera tirado tras ellos pero ha continuado a su ritmo y yo he vuelto a acercarme, a rodar en paralelo junto a él.

- Bon día –he saludado.

Y he descubierto su perfil desgastado, los labios casi inexistentes, la boca fina, el barboquejo ajustado sobre un rostro de anciano.

- Bon día –ha respondido- ¿a donde vas…?.

- Poquita cosa, a Pedralba…, unos 64 kilómetros me salen.

- Yo estuve ayer…, me salieron 116 desde Massamagrell.

- ¡Joooderrr…¡ -he exclamado mientras el ciclista sonreía alzando las ajadas mejillas - ese maillot que lleva…, lo ha ganado usted, ¿no…?.

El hombre ha vuelto a sonreír y a afirmar con la cabeza.

- El año pasado.

- Le tengo que hacer la pregunta…, ¿cuantos años tiene…?.

- Me faltan cuatro meses para 84.

He cabeceado y durante un rato hemos pedaleado en silencio.

- Es que en febrero murió mi padre con 85 años y después de estar 7 años en una silla de ruedas… y le he visto a usted, imagino que haciendo lo que le gusta.

- Eso no, eso no… -se ha lamentado el ciclista de casi 84 años- yo prefiero morir a estar así…,y ya lo creo que me gusta…, fíjate que llevo pedaleando desde los 10 años.

- Daría miedo verle a usted en sus años mozos.

El hombre ha vuelto a sonreír desde su rostro viejo, desde sus arrugas, desde su pelo decolorado, desde esos casi 84 años de vida y pedaladas.

Nos hemos despedido en un cruce, él ha ido a izquierdas y yo a derechas, de nuevo me he visto pedaleando a solas, en silencio, observando esas huertas recién plantadas o los campos en barbecho, pensando en mi padre, reviviendo recuerdos, pensando en ese ciclista que en esos momentos rodaba tan a solas como yo, puede que ya sin amigos de su edad, puede que sin poder rodar con alguna peña o simplemente puede que cansado de rodar con la peña y puede que sabiendo que con cada pedalada le quedaba menos asfalto que recorrer o puede que no y pensando que con cada pedalada se acercaba a una nueva experiencia, a un kilómetro mas ganado a la vida.

He llegado a Casinos detrás de otro grupito que me había adelantado pero sin llegar a sacarme demasiada ventaja y después de callejear he empezado a pedalear ya hacia Pedralba, tranquilo, con sosiego y algo extraño, reviviendo el silencio que me está acompañando este verano sin mi padre y sin mi madre, ella ha preferido quedarse en Valencia.

Rodaba echando miradas a los campos, a los taludes, a los horizontes y la he visto, el águila planeaba a baja altura y he decidido parar para poder verla con calma. Batía un poco las alas y se elevaba mansamente, trazando unos lentos círculos, volviendo a batir las alas, planeando de nuevo y posándose sobre una enorme torre del tendido eléctrico.

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La he observado mientras percibía esa calma natural del campo, de su ritmo, de sus pautas…, hasta que he vuelto a montar y a pedalear a solas, a percibir la rodadura de los estrechos neumáticos y las turbulencias típicas del aire en las orejas. La magia de ese silencio ha desaparecido y el ruido del viento en mis oídos me ha parecido ensordecedor y estrepitoso.

viernes, 19 de agosto de 2011

8ª entrega de "EL VERANO DE LOS PERROS FLACOS"

Paul, los perros flacos y Flecha Negra.

Escuchó los agudos chillidos, alzó los ojos y volvió a ver a los bandos de vencejos. Volaron hacia las copas de los chopos y se elevaron veloces…, pensó en ellos y no terminó de imaginarlos volando y durmiendo al mismo tiempo, no podía entenderlo, eso solo podía ser un embuste de ese niño.

Llegó hasta la sombra de la chopera y percibió unos olores distintos, un fresco agradable y el murmullo de un riachuelo que corría casi cubierto por una vegetación de ribera que se volcaba sobre sus aguas, temerosas de que se pudiera quedar seco, como adorando a la cristalina corriente que discurría sin prisa..

Descubrió una senda a su izquierda, vio huellas de perros en la arena y se internó por ella, algunas espinas rasgaron la piel de sus antebrazos y de sus piernas, pero siguió caminando hasta que uno de esos perros volvió la cabeza hacia él. Sintió algo de miedo y el animal agachó la cabeza, escondió la fina cola entre los cuartos traseros y trotó alejándose, como flotando entre los claros y oscuros que formaban los primeros rayos del sol, entre las sombras de los arbustos y de los chopos.

Siguió moviéndose y al final de la senda descubrió un claro, al resto de la manada y al niño, estaba llenando unas botellas de agua de una pequeña fuente.

Como en la noche anterior, los animales giraron sus cabezas hacia él, aquellos ojos oscuros le observaron, también los del niño que guardaba las botellas en esa bolsa de pelo entre pardo y rojizo, vieja y con mataduras.

- Hola…, yo me llamo Paul, algunos me llaman el Niño Cazador, pero yo no cazo, cazan ellos… -y miró a los perros flacos sonriendo, con ternura y acariciando la cabeza de uno de ellos- esta es Churria, es la mejor, mi madre dice que es la matriarca y que viene de un linaje mítico, aunque ella no es la madre de ellos, pero si del Niño Cazador, que es ese de ahí… -señaló a otro lebrel también bardino, de aspecto fibroso y con una oreja en roseta y la otra enhiesta- ya tiene dos años pero parece un cachorro, solo quiere correr las liebres, casi nunca las mata. Y esos son Esquivo, Miedoso, Huidizo, Llorica y Vago…, acércate, no hacen nada pero alguno te olerá.

Alberto dio unos pasos hasta quedar muy cerca de ellos, los podía ver bien, incluso las cicatrices que algunos de ellos tenían en el cuello, como si algún collar le hubiese apretado demasiado, como si hubiesen estado atados durante días y semanas.

- ¿Qué les ha pasado en el cuello…?.

Paul miró esas cicatrices y arrugó la frente.

- Tu no eres de aquí, ¿verdad…?.

- No, soy de Madrid…, oye, eso que me has dicho antes es mentira ¿no…?.

- ¿El que…?.

- Lo de que los pájaros esos, los vencejos…, que duermen volando.

- Es verdad…, pero me tengo ir a darles el paseo, si no luego hace demasiado calor.

- ¿Puedo ir contigo…?

Paul se encogió de hombros y movió la barbilla hacia el río.

- Hala, pues vamos…, lo de los vencejos es verdad.

- Es que no puedo entender que puedan volar y dormir, yo cuando duermo no hago otra cosa.

- Yo si…, yo sueño muchas noches que soy un galgo o un vencejo.

Soltó una risa, apartó unas espadañas con el bastón y saltó al río, se hundió casi hasta las rodillas y los galgos le siguieron, hundieron sus finas patas en el torrente y sus profundos pechos en quilla fueron apartando las mansas aguas del riachuelo.

- ¡Me voy a mojar…¡ -voceó Alberto incapaz de moverse.

Paul se encaramó entre los juncos a la orilla, los galgos le siguieron, atravesaron la vegetación, y desaparecieron a través de ella.

- ¡Luego hará calor y te secarás…¡

Alberto dudó pero saltó y sintió como el agua calaba sus zapatillas, sus calcetines y sus pies, se movió con cierta angustia y cuando llegó a las espadañas se encontró con la mano de Paul, se sujetó a ella y salió del riachuelo.

- Gracias.

- Vamos a ver si corremos alguna rabona, mi madre quiere que llevemos una a casa para hacerla al ajillo.

- ¿Qué es una rabona…?.

- Una liebre…, que no es lo mismo que un conejo.

- Eso ya lo sabía, la liebre corre más.

- El matacán corre mas que la liebre –replicó Paul sin dejar de caminar ayudándose con el con el cayado y acariciando la cabeza de Churria cada vez que la galga se rozaba contra sus jóvenes piernas, a Paul le gustaba aquel tacto, el calor que emanaba de aquellos cuerpos, su propio olor a perros flacos, a perros mesetarios.

- ¿Y que es un matacán…?.

- Un matacán es esto.

Se golpeó la bolsa de costado y sonrió.

- Me la regaló el hombre de tierra, me dijo que era de él y que su madre se la hizo con los pellejos de cuatro matacanes hace muchos años, me dijo que Churria era de del linaje de su perra que también se llamaba Churria y que tenia un cachorro que también se llamaba Niño Cazador y que este Niño Cazador, el mío es igual al que él tenia y que por eso el señorito lo colgó, porque jugaba con las liebres y no las mataba.

Paul casi trotaba, Alberto había comenzado a jadear junto a él y la manada les envolvía en un galope suave, ligero, sin esfuerzo.

La meseta bailoteaba ante los ojos de Alberto, el sonido de las zancadas de los lebreles y de sus pisadas se mezclaba con el de su respiración, sentía como sus tiernos pulmones se llenaban de un aire seco, ya tibio, pero puro y lleno de leves aromas que los primeros rayos de un sol robaban a las matas aromáticas evaporando la escasa humedad que había dejado la noche.

Y entre ese rumor escucharon los chillidos de los vencejos, vieron el bando sobrevolarles y de nuevo elevarse hacia un bando mucho mayor que volaba en medio de un cielo inmenso.

- Ese era Flecha Negra…-murmuró Paul volviendo a caminar- todos los años viene desde África.

Alberto descubrió unas lágrimas en los pómulos del niño y volvió a mirar a las pequeñas y rápidas aves que se alejaban y se perdían en ese espacio infinito que iba variando de color según el sol se elevaba más y más sobre ellos.

- No se como lo puedes diferenciar, a mi me parecen todos esos pájaros iguales.

- Yo tampoco lo se, es algo que me viene y ya está. A veces los miró y no siento eso y a lo mejor después, vuelven a pasar y entonces me viene y lo se…, vamos por aquí.

Se salieron del camino y comenzaron a atravesar un campo en barbecho, Alberto vio como sus zapatillas se iban manchando de tierra y polvo, del mismo que levantaban los galgos alrededor de ellos, del mismo que levantaba un tractor a unos cientos de metros de ellos, se escuchaba el sonido del motor en medio de aquel silencio, entre los jadeos de los galgos y del grito del Paul.

- ¡Ahí va Churria, ahí va….¡ -y Paul salió corriendo hacia delante, como hacia ningún lugar hasta que Alberto vio como la galga vibraba tensando su cuerpo de cuero y pellejo, vio como salía disparada hacia una liebre que corría volando sobre la meseta, vió como la columna vertebral de la perra se encogía y se extendía como un látigo que restallaba frenético una y otra vez. Vió como el hijo de Churria salía tras su madre, tras esa rabona que quebró a derechas, provocando que las patas de los galgos desgarraran la tierra derrapando, levantando una polvareda, una nube de polvo que los envolvió durante unos breves instantes hasta que surgieron de ella como de las entrañas de la misma meseta.

Se quedó quieto observando aquella escena, junto a los dos galgos que andaban distraídos, los otros tres también corrían pero no tenían la potencia de la madre y el hijo.

Los seguía viendo, cada vez se alejaban mas, giraban a un lado y a otro, el polvo se levantaba en medio de la carrera, distinguía como aquel puntito marrón volvía a cambiar de dirección, pero Churria y el Niño Cazador siguieron rectos, siguieron corriendo hasta que poco a poco fueron aminorando desconcertados.

Paul movió el cayado desde lo alto de una suave colina y Alberto corrió hacia él, al poco descubrió a los lebreles acompañándole y se sintió bien.

Subieron la pequeña loma y Paul señalo con el palo.

- Ha cogido un perdedero y la han perdido.

- ¿Qué es un perdedero…? –preguntó Alberto tratando de recuperar el resuello.

- La liebres tienen caminos que solo conocen ellas, cuando las persiguen enseguida los buscan y entonces se pierden de vista y cuando los perros dejan de verlas se acabó, las pierden.

- ¿Y no las pueden oler ?.

- Los galgos cazan de vista, no tienen buen olfato. Dice mi madre que cuanto mas veloz es un animal menos olfato tiene y mas vista…, mira, ya vienen.

Churria y el Niño regresaban con las estrechas mandíbulas abiertas y con las lenguas colgando por encima de las muelas carniceras.

- Hala vamos, que si no cazamos no comemos.

- ¿Si…?.

- No, es broma, a mi me gusta mas el jamón serrano en bocadillo.

- A mi también.

- Tienes sed

- Si.

Abrió la bolsa de piel y sacó una botella de plástico, bebieron y continuaron campo a través.

A veces pisaban sobre la paja y otras caminaban sobre la tierra dura de la meseta. Caminaban hacia unos horizontes siempre planos o con lomas que se alzaban tímidas y ralas, de vez en vez surgían hileras de piedras, como ribazos o lindes, a veces otros montones de piedras que sujetaban alguna cruz de hierro oxidada. Se movían bajo el sol y entre los galgos, entre los perros flacos que los acompañaban con las cabezas gachas y los rabos caídos, con las orejas pegadas a unos cráneos que después de los ojos se estrechaban, se afilaban hacia unos hocicos como puntas de lanzas.

- Aun no me has dicho lo que es un matacán –dijo Alberto.

- Los canes son ellos…, los galgos y un matacan es una liebre que corre tanto que les revienta el corazón y los mata.

- ¿Y porque siguen corriendo…?.

- No se…, no saben hacer otra cosa mas que correr y matar liebres, no les pidas mas.

Alberto miró a los perros flacos, ya sabia distinguir a Churria y a el Niño, se movían los primeros, a unos metros por delante de ellos, otro de los bardinos trotaba con la cabeza muy gacha y mirando de medio lado, con el rabo entre las patas traseras, ese debía de ser Huidizo…, pensó Alberto, y miró al que podía ser Esquivo, durante todo el paseo algo distanciado y por detrás. Vago trotaba como si cada zancada fuese la última y estuviese a punto de dejarse caer a sestear y Llorica que seguía a Paul y lo miraba continuamente alzando el aguzado hocico. Cuando lo hacia se estiraba la piel del cuello y la cicatriz del lazo surgía cruel e inhumana.

- ¿De que son esas marcas del cuello…?, - volvió a preguntar Alberto.

- Pues eso…, que cuando empiezan a correr poco o se hacen mayores y están cansados de correr a las liebres pues eso, los ahorcan en los árboles.

- ¿Por correr poco…?, en Madrid hay perros que no corren, perros viejos y nos los ahorcan por eso…, entonces, ¿tu has salvado a todos estos perros…?.

Churria había acercado su cabeza al costado de Paul y el niño removía su pelaje duro y corto con los dedos, la perra rozaba su costillar contra él muchacho y se movían al mismo ritmo. La manada les envolvía, se movían en medio de aquel espacio árido, amarillento y con trazas ocres, entre verdes muy apagados, entre arbustos pegados a la tierra, ente matas que dejaban escapar sus aromas al paso de los niños y los perros flacos y bajo un sol que seguía ascendiendo y que poco a poco acortaba las sombras de la partida de caza.

Una luz que caía sobre una meseta sin reflejos, sin destellos, sin olas, sin la sal marina impregnando la atmósfera, sin la luminosidad de aquel mar que Alberto echó de menos en ese mismo momento.

Recordó la línea de la playa, los rompientes de rocas en los que algunos pescadores pasaban horas y horas, recordó la vida que se podía ver a através de las aguas transparentes, la vida que contemplaba desde sus gafas de buceo cuando se sumergía a pulmón a buscar cangrejos…, y se sintió aburrido, cansado, sediento. La tierra que le envolvía le pareció muerta, sin vida, muda, vieja, como si la vida se hubiese alejado de ella, como si la vida se hubiese marchado a otro lugar.

- ¡Ahí va Churria…¡ -gritó Paul.

Y la vida surgió de entre aquellos perros flacos, la vida surgió de entre esa tierra y arrancó ante sus ojos. Alberto vio a la liebre acelerar en línea recta y apenas un segundo después vio a Churria saltar catapultada hacia ella.

Paul buscó con la mirada a Niño Cazador, estaba tras ellos, algo lejos, despistado y orinando sobre unos matojos, Alberto también lo vio, pudo contemplar como las patas traseras le impulsaron, vio como sus orejas desaparecían pegadas al cabeza y como el animal volaba hacia él.

Era una visión de frente, podía ver los dos ojos oscuros y como las cuatro almohadillas caían una y otra vez sobre la tierra reseca y endurecida, emitiendo un sonido sordo y rápido que fue aumentando de intensidad hasta que le alcanzó.

Alberto se quedó quieto viéndolo llegar, deseando que el perro no chocase contra él, se quedó inmóvil sin dejar de mirar esa galopada, sin dejar de percibir todos los detalles de las decenas de músculos y tendones que vibraban con las zancadas, con la extensión y contracción de esas fibras.

Pudo sentir como los pulmones hinchados del Niño Cazador le rozaron las rodillas, algunos pelos se quedaron pegados a sus piernas y lo vió alejarse con unas zancadas que arrancaban el polvo a la meseta. Esquivó y rebasó al resto de la rehala y poco a poco fue acercándose a su madre, volando sobre esos llanos silenciosos y como muertos.

Paul corría hacia las suaves lomas y Alberto echó a correr tras los perros flacos, los horizontes volvieron a bailar ante sus ojos, volvió a jadear y el mismo polvo que levantaban los galgos comenzó a pegarse a su piel.

Flecha Negra se inclinó y comenzó a perder altura, a descender a una velocidad de vértigo, a picar sobre los niños, a sobrevolarlos sin que ninguno de ellos se diese cuenta. Volvió a batir sus pequeñas falcatas y se elevó de nuevo hacia el cielo infinito…, mientras Churria cerraba las mandíbulas en el vacío unos momentos antes de que la liebre fintase a izquierdas, los caninos, la mordida en tijera, rozaron el lomo tenso y ardiente y la rabona volvió a acelerar, pero otra silueta surgió a su espalda, galopando, corriendo sin apenas tocar la tierra, volando como ella lo hacia impulsada por sus poderosas patas traseras.

Alberto coronó el suave repecho y descubrió a el Niño Cazador corriendo, pudo distinguir la silueta de la liebre tan solo unos pocos cuerpos por delante de él, tras ellos corría Churria y el resto de los lebreles. Buscó a Paul y lo vio a su izquierda, también corría y saltaba las pequeñas matas como uno de ellos, como uno de sus perros flacos…, después sintió que sus pies se trababan en un matojo duro y espinoso, desaparecieron los horizontes, sintió como sus manos resbalaban entre las piedras y después el golpe en sus cara, el sabor del polvo inundado su boca y sintiendo aquella tierra inmensa en su garganta, en sus fosas nasales, enturbiando su visión, oscureciéndola durante unos instantes hasta que fue capaz de sentarse…, escupió varias veces, tosió y lloriqueó.

La saliva sanguinolenta cayó sobre la meseta y poco a poco fue penetrando en ella, alzó la cabeza y los vio llegar, Paul sonreía y los galgos trotaban junto a él, los vió enormes, estrechos, con las cabezas gachas y las lenguas colgando entre sus colmillos.

Churria se detuvo muy cerca de él, el perfil animal de la perra, ese perfil afilado y ancestral se acercó al perfil humano de Alberto, percibió en su cara el aliento caliente de la galga, casi lo sintió entrando en sus mismos pulmones y después aquella lengua limpió los chorretes de lágrimas que habían resbalado por sus jóvenes mejillas, limpió la sangre de la piel desgarrada y se relamió.

- Si que dan mas, Paul, no solo corren –murmuró Alberto.

- Ya.

La mano de Paul volvió a aparecer al alcance de la suya, se levantó en medio de los galgos y vio la liebre colgando de las mandíbulas del Niño Cazador. Sin saber porque se acercó a él, tocó la rabona y el lebrel aflojó la mordida. Alberto la cogió y sintió como el pequeño animal ardía, sintió el pelo áspero y duro, aquellos ojos, las orejas largas y la sangre que manchaba sus dedos, su mano. Nunca había visto una liebre de cerca, nunca la había tocado, ni siquiera un conejo.

viernes, 12 de agosto de 2011

7ª entrega de "EL VERANO DE LOS PERROS FLACOS".

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Alberto regresó al edificio y pidió una hoja de papel y un bolígrafo al encargado de recepción. El chico era joven, atento y sus gestos rápidos y precisos, la expresión algo sería para su edad…, pensó Alberto.

Con elegancia dejó una cuartilla y el bolígrafo sobre el mostrador de piedra pulida, Alberto se fijó en la piel de las manos, blanquecina, tersa, con las uñas bien recortadas, al igual que el mentón suave, las mejillas exquisitamente afeitadas y el aroma agradable envolviendo a aquel chico.

Cogió el bolígrafo y escribió esos lugares que le había nombrado Paul…, la charquilla, el dolmen y las estrellas fugaces, el matacan, cuando bailamos con los rayos, cuando visitamos al hombre de tierra…, y se preguntó que sería o quien sería ese hombre de tierra, en esos momentos no lo podía recordar.

Dio las gracias al conserje y volvió a esperar dócilmente a que se abriesen las puertas del ascensor, entró y se observó reflejado en los espejos del camarín, sintió el leve tirón de las poleas al comenzar a izar la cabina y descubrió las arrugas de su rostro, las canas rebeldes que surgían entre los cabellos ondulados que simulaban una activa y vivaz melena, las gafas de metal dorado pero de armazón liviano y fino, los labios ya algo agrietados, algo menos turgentes…, la piel del conserje no era igual, el brillo de sus ojos tampoco, en las manos del joven no habían manchas de senectud y en las suyas comenzaban a surgir algunas entre las venas que emergían azuladas.

Salió del ascensor y por primera vez en muchos años se sintió extraño pisando sobre la moqueta que cubría el suelo. Entró en el despacho y se asomó de nuevo al ventanal, la lejana tormenta agonizaba, sus masivos cúmulos expiraban y se convertían en una neblina que se evaporaba bajo el sol distorsionando los horizontes artificiales.

Alzó los ojos y buscó a los vencejos, pero se habían marchado como lo había hecho Paul…, y la abuela ya no estaba ahí para decirle por donde tenía que ir para encontrar a Paul y a sus galgos…, tampoco su padre, ni su madre que se había vuelto al apartamento en la costa después de estar dos semanas en el piso junto a su mujer y a sus hijas.

- Ya me he acostumbrado a estar allí, junto al mar –le había comentado uno de aquellos días- los inviernos son muy húmedos pero tu padre y yo hicimos amigos allí y echo de menos los paseos por la playa y mientras me pueda valer.

De nuevo su pasado parecía desintegrarse, de nuevo surgía el presente como único momento, como única verdad, como único sentir, como única realidad…, solo lo que sentía en esos momentos parecía tener sentido, solo lo que percibía en ese mismo instante.

Nunca había visto la muerte cara a cara, había perdido amigos, a conocidos…, pero él tenía la mano cogida de su padre cuando expiró, lo hizo ante sus ojos y él no se dio cuenta. Vivió el momento sin ser consciente, sin sentir nada…, una hora después llegó la empresa de decesos y de manera exquisita se llevaron a su padre, el apartamento quedó en silencio, tan solo algún lamento de su madre, algún suspiro, alguna palabra murmurada…, y todo había terminado sin mas. Toda una vida reducida a eso, a un cuerpo dentro de una bolsa negra, reducido a una pequeña ánfora que se hundió en el mar…, sin embargo, si cerraba los ojos aún podía verle, incluso oír su voz o recrear el respeto que le tenía, aunque también podía recordar el repudio que durante una época sintió hacia él por su condición de guardia civil. Entre sus nuevas amistades universitarias nunca hablaba de él y poco a poco se fue alejando, perdiendo el apego y olvidando el calor, el cariño y aquella comprensión, aquella sonrisa comedida que dibujó en su rostro cuando regresó de su primera correría con Paul, sin haber completado las dos paginas del cuaderno de verano, todas las mañana se las debía presentar para que él diese el visto bueno y aquel día regresó pasadas las doce del medio día, cuando el calor apretaba y los galgos jadeaban demasiado. Recordó la angustia que le asaltó cuando entró en la casa y lo encontró en el comedor, junto a otros vecinos del pueblo, gente de edad, vestidos con ropas sencillas, de pieles curtidas y resecas que parecían estar contando algo importante a su padre…, y recordó la angustia cuando vió el cuaderno encima de la mesa, junto a su mano.

- Me ha dicho tu abuela que esta mañana has salido escopetado.

Pero lentamente se fue relajando, le pareció reconocer una leve sonrisa en el pétreo rostro de su padre, vió como sus ojos le examinaban, como se fijaban en sus rodillas laceradas y manchadas con el polvo de la meseta, en los pantalones cortos también sucios con la misma tierra y en la sangre reseca que teñía sus manos, en la piel enrojecida bajo el sol castellano.

- He visto al chaval corriendo las liebres con el chico de la veterinaria –dijo uno de aquellos hombres, no supo quien pero después todos rieron bajo, sin apenas abrir la boca.

- ¿Habéis matado alguna…? –preguntó su padre.

- Hemos visto varias pero Paul decía que solo necesitaba una y a las otras las hemos corrido.

- Yo creo que os han corrido ellas a vosotros –dijo alguno de aquellos hombres.

Alberto sonrió y negó con la cabeza.

- Corren mucho, pero esos perros flacos de Paul…, sus galgos, corren mas pero las rabonas hacen regates y saben hacia donde correr hasta escapar por un perdedero.

Su padre sonrió sin disimularlo, le miró a los ojos y sintió una honda satisfacción que jamás llegó a confesarle. Su hijo no llevaba ni dos días en el pueblo y ya hablaba de rabonas y perdederos, ya se había manchado con la tierra que tantas veces habían trabajado los hombres que le acompañaban en su casa y ya se había envenenado con los lebreles.

- Bien Alberto, me alegro de que ya hallas hecho un amigo…, -confesó su padre- ahora ve a lavarte y como aún queda un rato para la comida, repasas un poco.

Alberto asintió, cogió el cuaderno, se despidió de la visita y sintió como la piel le tiraba en las rodillas cuando fue subiendo los estrechos escalones.

- Los galgos también son mis amigos… -murmuró. Se asomó a la ventana y el sol le hirió las pupilas, buscó los vencejos en el cielo pero aquella claridad volvió a cegarle, los vencejos ya no estaban, volverían al atardecer, como le había explicado Paul. Se dejó caer bocarriba en la cama, suspiró, cerró los ojos y las imágenes inundaron su mente.

Había sido una mañana intensa, desde que se levantó bien pronto hasta que bajó a buscar a ese niño que siempre andaba rodeado de perros flacos. Hizo caso a su abuela y cuando dejó atrás los corrales se quedó quieto ante aquella inmensidad tan distinta a la del mar o a la de los barrios de Madrid. Con unas pocas zancadas estaba ya en campo abierto y podía ver en la distancia los llanos dorados, los cerros marronaceos, algunos campos con la tierra revuelta entre paja vieja, podía ver algunos caminos de tierra amarillenta que se perdían entre aquellas parcelas y uno que bajaba desde donde él estaba, hacia la hilera de chopos que se elevaban flanqueado el curso del río Viejo, en ese mismo camino distinguió al niño rodeado de sus perros flacos, sonrió y echó a caminar hacia él.

lunes, 8 de agosto de 2011

EL HERBAZAL..., en "Diario de Homo"


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Cecil y Pipper no se atreven a adentrarse en el herbazal pero Norton y Mia no dudan en irrumpir en la parcela abandonada, entre campos de naranjos y junto a un pinar que crece exuberante en el cauce de una pequeña rambla. Me encanta verlos trotar entre las gramíneas convertidas en espigas amarillas, dan saltos, husmean, rastrean, se excitan y sus cuerpos se mimetizan entre las altas hierbas, ya resecas y de un tono dorado que me hipnotiza. Cuando se cansan regresan junto al talud, lo trepan y continuamos el paseo, a veces de madrugada y otras al anochecer…, vuelven las rutinas a las llamadas Tierras Altas, pero ya si padre, ahora son Cecil y Pipper quienes duermen junto a mi en su cama. Antes de apagar la luz de mesita de noche les miro y ellos me miran, sonrío y reconozco que me hacen compañía, que mitigan la angustiosa soledad de marzo, cuando nos quedamos unos días mi madre y yo a solas.

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A las seis de la madrugada los dos pinchers saltan sobre mi cama y empiezan a lamerle, a olisquearme, a pisotearme la barriga hasta que me obligan a levantarme. Abro la puerta del comedor y aún medio dormido, saltan sobre mi Norton y Mia, dando manotazos salgo a la terraza y enseguida percibo el frescor de la amanecida, la calma, pese a los trinos de las avecillas, escucho el canto lejano de un mirlo y me recuerda al otoño, a la primavera…, me recuerda a momentos de gozo y calma, a la placidez de esas primeras horas del día.

Después del café salimos de paseo, enfilamos la pista forestal y sonrío, ellos corren entre el pinar, entre los espartos y romeros…, yo camino y pienso, recuerdo a mi padre y siento que poco a poco me voy encontrando mas tranquilo, poco a poco he comprendido que tengo que dejar de evocar a la muerte, al fin del ente biológico que somos…, pero cuando me adentro en esos sentimientos noto como me invade el pánico, la angustia existencial, noto como me falta el aire y como el sentido de la vida se desmorona…, pero al final logro alejarme, quitar la mano del pomo que abre esa puerta hacia el abismo y trato de percibir el placer del alba o del ocaso.

Camino y les observo en sus correrías, siento una curiosa dicha por el hecho de poder caminar al amanecer, por el hecho de poder ver y percibir los olores y los sonidos…, y me pregunto cuando fue la ultima vez que mi padre pudo tener esas sensaciones, me imagino que cuando íbamos a pescar a los pantanos o cuando trasteaba por aquí, en las Tierras Altas.

Camino y llegamos a la balsa de riego, Norton cambia de actitud y se queda quieto al principio de la vaguada, Mia ya corre por un lateral, levantando la caza y un conejo cruza sobre la pista, Norton se arranca y Cecil y Pepper le siguen con sus pequeñas y nerviosas zancadas.

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Dejamos la balsa, seguimos el paseo y afloran recuerdos asociados a estos paseos, recuerdos del otoño, del invierno, de la primavera, de aquel verano de hace tres años en el que fui feliz, pero todos los ciclos, todos los momentos, todas las circunstancias van cambiando, surgen otras vivencias, otros momentos pero que si no te satisfacen deshechas y comienzas a vivir de los recuerdos, y eso es bueno y es malo, vivir de ese recuerdo te puede llevar a renegar de la realidad o también puede añadirte ánimos, no es malo recordar aquellos momentos en los que uno fue feliz, quizás añoro aquel estado de ánimo, no lo se, pero el caso que estos entornos, estos pinares, estos campos de naranjos, los tomillos y los romeros, las espesas masas de coscojas y los perfiles azules de la Calderona siempre estuvieron ahí, siempre dentro de mi rutina, de mis habituales paseos por estas tierras y me despiertan esos recuerdos.

Observo el ir y venir ruidoso de las urracas, sus voces rasposas y distingo el vuelo silencioso de un vencejo, aletea solitario, sin estar rodeado de esos bandos que alborotaban en mi calle y en el barrio de Joa.

Percibo el viento de levante y veo las primeras nubes bajas que la brisa envía tierra adentro, como todos los veranos, observo como algunas ya han quedado varadas en la cima de Rebalsadores, otras envuelven al Gorgó. Anochece y de vuelta distingo algo posado en medio de la pista forestal, no se lo que es pero si se que un rato antes no estaba, ni ayer tampoco. Me voy acercando y el chotacabras despliega sus alas, se eleva y vuelve a posarse, sigo moviéndome hacia él y de nuevo se aleja con un vuelo corto. Sonrío gratificado y me gusta pensar que son la misma pareja de chotacabras que aparecen por aquí todos los veranos.

Termino de remontar la vaguada, las montañas de la Calderona vuelven a surgir difuminadas con la humedad marina y al día siguiente me las vuelvo a encontrar, allí, en esas cumbres, a las nubes como dormidas, cubriendo un horizonte que durante unos minutos mantiene al sol como velado, como retrasando el amanecer.

Sigo dando el paseo y regresan los recuerdos, también le recuerdo cuando me tumbo a hacer la siesta del borrego, escucho como el levante zarandea al eucalipto, como silva y murmura entre las ramas del cedro que planto mi padre. Se que son los sonidos que escucharía mi padre desde la cama esperando a mi regreso, también reconocería los ladridos de los perros de algunos chalets y sabría que la manada y yo ya estaríamos de vuelta.

Recuerdo los dos últimos meses de hospital y necesito respirar, necesito volver a sentirme bien, a olisquear la cabeza del galgo cuando sale del bosque con todos sus aromas impregnándola y tomo consciencia de que ahora solo quedo yo y mi madre en un verano diferente a todos los vividos aquí, en las llamadas Tierras Altas.

viernes, 5 de agosto de 2011

6 ª entrega de "EL VERANO DE LOS PERROS FLACOS"

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Los vencejos al alba.

El sueño le venció después de ese primer día en el pueblo, esa noche soñó con el viaje, con aquellos campos de paja, con aquellas planicies que había visto desde la ventanilla del coche de su padre y después despertó de una forma natural, despertó en el momento en el que los vencejos descendieron de las alturas con el alba.

Las aves fueron las primeras en despertar en sus alturas, en dejar el sueño en movimiento, batiendo sus alas sin dejar de dormir hasta que esa luminiscencia comenzó a despuntar tenuemente, pero suficiente para que ellos plegasen sus alas, para que dejasen de batirlas, para dejarse caer con un planeo ajeno a la vista de homo, salvo para ese niño que sonreía mirando hacia el cielo rodeado por sus perros flacos.

- Ya bajan… -murmuró el niño y sonrió.

Descendieron por oleadas, por bandos, chillando y aleteando, atravesando la callejuela y volviendo a lanzar sus gritos agudos y densos. El sonido rebotó entre las paredes de piedra y penetró en sus oídos…, Alberto despertó y durante unos segundos no oyó nada, se sorprendió de no oír a los vecinos, de no oír alguna televisión a todo volumen…, hasta que volvió a escuchar esos gritos, esos chillidos y se asomó a la ventana. Un escalofrío le erizó la piel al sentir el fresco del amanecer, justo antes de que los chillidos sonasen frente a su cara. Los vió tan cerca que incluso pudo ver sus pequeños picos, sus amplias comisuras, los ojos negros, las patitas muy pequeñitas…, a una velocidad de vértigo, incluso pudo percibir el silbido que provocaban todas y cada una de sus pretas y negras plumas, el desviar el aire a tan solo unos palmos de sus ojos.

- ¡Son vencejos, duermen en el aire y nunca se paran…¡

Otra vez la misma voz y de nuevo el mismo niño rodeado de aquellos perros flacos que volvieron a mirarle desde sus cabezas estrechas y alargadas.

- ¡Eso es mentira, si no se paran no pueden dormir…¡ –replicó Alberto desde el ventanuco y vió como el niño se encogía de hombros, como acariciaba la cabeza de uno de aquellos perros. Todos eran marrones y con rayas negras que caían desde los huesudos lomos y que se alargaban entre las costillas que emergían bajo el pelaje, las colas caían tras las altas patas traseras, estrechas, finas como látigos relajados.

- Me lo dijo mi madre, mi madre es veterinaria y sabe de animales…, pero tu cree lo que quieras…, mira, ahí vienen otra vez, el que va delante es Flecha Negra, es el macho mas viejo, viene todas las primaveras.

Alberto negó con la cabeza y arrugó el ceño, después apuntó con su dedo índice a la sien y dio vueltas sonriendo…, hasta que volvió a escuchar los chillidos de los vencejos y los vió llegar, surgir por encima de las tejas, inclinarse colocando las alas en paralelo a las fachadas y volar de nuevo ante sus ojos a la velocidad de un relámpago…, el niño de los perros flacos imitó el chillido y las aves respondieron hasta de volver a desaparecer por encima de algunas desvencijadas antenas de televisión.

- Hala vámonos.

Los perros se movieron cansinamente en torno al muchacho y se fueron calle abajo, los observó durante unos instantes, le extrañó la bolsa del niño y que caminase con un bastón en su mano derecha. La bolsa era de costado y de pelo corto, de cuero y vieja.

Volvió a la cama y se quedó con los ojos abiertos, despejado, sin sueño, volvió a escuchar el revuelo de los vencejos y se levantó de un salto.

Alberto bajó las escaleras pisando con cuidado sobre los estrechos escalones. El comedor olía a leña quemada, aunque el hogar estaba apagado, aquel aroma parecía impregnar aquellas paredes ligeramente irregulares, a aquellos muebles de colores oscuros y sobrios…, eran olores distintos, colores distintos, sonidos distintos…, todo era distinto al verano de la playa.

Sintió algo de hambre y se asomó a la cocina, su abuela estaba allí, colocando unos pequeños leños en el interior de una robusta cocina de hierro fundido, tras ella vió otra cocina mas moderna, mas parecida a la que tenían en casa.

- Buenos días, cariño… -murmuró la abuela- hijo, es que en esta casa sobra el dinero y por eso tengo dos cocinas… -rió la anciana, era bajita pero de pantorrillas fuertes y aún esbeltas, su pelo se rizaba oscuro y espeso sobre una frente ya arrugada bajo la que chisporroteaban dos ojos oscuros atentos y algo escondidos bajo los viejos parpados- no te creas lo que te he dicho, en esta casa no sobra el dinero, pero es que yo aprendí a cocinar con estas cocinas de leña y me recuerda a cuando era moza, que lo fui. ¿sabes…?, cuando quieras te caliento la leche, ahí tienes tu Cola-cao y unas magdalenas que hacen aquí en el pueblo, no te sabrán igual que las que te tomas en Madrid, eso te lo advierto.

- Las probé en Navidad y estaban muy buenas.

- Oye niño…, ¿y que haces levantado tan pronto…?, tus padres aún duermen.

- Me han despertado los vencejos.

Recordó la expresión de su abuela, se quedó quieta durante unos instantes, observándole como si hubiese dicho algo malo, después la vió poner a calentar el cazo de la leche encima de esa cocina que empezaba a desprender ese aroma tan especial y ese sonido tan curioso del fuego.

- ¿Y como sabes tu que son vencejos…?.

- Me lo ha dicho un niño que iba paseando con unos perros muy raros, se les veían las costillas y tenían las cabezas alargadas, yo creo que no les da de comer.

Aquella risa de la vieja mujer, una risa contenida, un suspiro.

- Vaya, ya has conocido a Paul.

- Si, pero creo que es un mentiroso, dice que esos pájaros duermen volando y eso no puede ser.

- Yo tampoco se si duermen volando, pero si te lo ha dicho Paul es que es verdad, es un crio que no se mete con nadie, él va a la suya, va con sus viejos galgos y eso, no se mete con nadie.

- Se llaman así esos perros, ¿galgos…?.

- Si, así se llaman y son así, flacos y secos como Rocinante…, pero Alberto, ¿es que allí en Madrid no os enseñan nada…?, anda desayuna y vete a buscar a Paul, distráete que luego hará calor.

- Antes tengo que hacer dos páginas del cuaderno de verano.

- Vete con Paul y disfruta de estos días, que la cara que traías ayer no era de gusto, y no te preocupes por el cuaderno ese, ya se lo diré yo a tu padre…, aunque vas a aprender mas con ese crío y sus perros que con los libros.

- Pero es que no se donde está.

- Dale la vuelta a la casa hacia la derecha, baja hasta que se acaba la calle, pasa los corrales y los verás enfilado hacia el río entre los barbechos, siempre llena la cantimplora en la fuente la Zorra, que está ahí, al lado del rio, pero casi no se ve.