- Cariño…, La Mancha.
Afirmó sonriendo y miró por la ventanilla, la tierra parecía correr hacia atrás y la meseta se extendía hasta donde alcanzaba su mirada, surgían manchas de distintos tonos, sin brillos, casi mates, a veces amarillentos que viraban a marrones muy claros, otras ocres, tierras rojizas que poco a poco se apagaban hasta volverse muy claras, hasta confundirse en esos horizontes planos, sin árboles ni bosques, sin montañas que se alzasen en la distancia, azuladas y emborradas por el calor. Horizontes planos como algunas de aquellas parcelas labradas y dejadas reposar, barbechos que dormían bajo él sol, que a veces charlaban con los májanos o con los lindes de piedra y sobre las que corrían los galgos, aquellos galgos de Paúl que eran como pedazos de la misma tierra pero llenos de vida, de calor y de sentimiento, como si los galgos no naciesen, como si fuesen hijos de la meseta, como si ella misma abriese sus entrañas y los dejase libres entre terruños y rastrojos pajizos, ante los ojos de las liebres encamadas entre los surcos abiertos por homo para alimentarse de ella, de la tierra, de la meseta.
Lucía miró por el retrovisor interior y vio lo mismo que se abría ante sus ojos, una recta sin fin y un desierto de dorados mortecinos, de tierras llanas y lisas bajo un cielo inmenso.